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mardi, 24 septembre 2013

A 70 años de la muerte de Simone Weil

Mailer Mattié*

Instituto Simone Weil/CEPRID

Ex: http://paginatransversal.wordpress.com

El 18 de julio de 1943, un mes antes de morir, Simone Weil escribió desde Londres a sus padres que se encontraban en Nueva York:

Tengo una especie de certeza interior creciente de que hay en mí un depósito de oro puro que es para transmitirlo. Pero la experiencia y la observación de mis contemporáneos me persuade cada vez más de que no hay nadie para recibirlo. Es un bloque macizo. Lo que se añade se hace bloque con el resto. A medida que crece el bloque, deviene más compacto. No puedo distribuirlo en trocitos pequeños. Para recibirlo haría falta un esfuerzo. Y un esfuerzo ¡es tan cansado!

Aquí Weil señala tres requisitos a su parecer imprescindibles para acercarse a la comprensión de su pensamiento: ese bloque compacto de oro puro. Ciertamente, es necesario un importante esfuerzo intelectual el cual, sin embargo, resultaría del todo insuficiente si no podemos acceder a la verdad sobre el mundo social en el que vivimos y si no contamos con determinadas experiencias; es decir, con determinadas referencias de aprendizaje.

¿A qué se refería en realidad Simone Weil? ¿Qué era aquello que impedía a sus contemporáneos comprender sus propuestas?

Con gran probabilidad, es posible que aludiera a dos de los rasgos que caracterizan la existencia humana en la sociedad moderna: ignorar la experiencia histórica que constituye el pasado y aceptar la distorsión del conocimiento que creemos tener sobre la realidad. El pasado, en efecto, ha sido borrado por el progreso, arrasado por el desarrollo del Estado y de la economía, destruido por la industrialización. Las ideologías y el pensamiento académico, por otra parte, han secuestrado la verdad al adscribirla a los dogmas heredados del siglo XIX.

Sería legítimo, entonces, preguntarnos sobre nuestras propias posibilidades de llegar a contar al menos en parte con esas referencias, puesto que ahora nos encontramos en disposición de dar testimonio real de los errores y el fracaso de las formas de organización social sustentadas en las ideologías del progreso económico. Somos testigos desde finales del siglo pasado, además, de la determinación y autonomía de la emergencia de la invalorable riqueza de saberes –que apenas la ciencia está comenzando a validar- contenida en las antiguas culturas y cosmovisiones de muchos pueblos originarios, sobrevivientes del exterminio en los territorios andinos o amazónicos, por ejemplo.

Asimismo, nos devuelven la verdad del pasado los recientes –aunque aún escasos- estudios que intentan revelar la realidad social que constituyó la Alta Edad Media en Europa, oculta en la falsa e interesada definición del Feudalismo y en la interpretación lineal que simplifica la historia, entre los cuales podemos destacar la obra del filósofo e historiador Félix Rodrigo Mora en referencia a la península Ibérica: Tiempo, Historia y Sublimidad en el Románico Rural, publicada en 2012. La crisis de las ideologías, por otra parte, anima el verdadero conocimiento, incluyendo la recuperación del pensamiento de autores importantes que fueron condenados al olvido porque sus criterios comprometían seriamente la solidez de las ideas dominantes. Es el caso, por ejemplo, de la obra de Silvio Gesell escrita a principios del siglo XX sobre la función del dinero en los sistemas económicos y el lugar que la moneda podría desempeñar en un proceso de transformación social. Planteamiento que ha servido de inspiración al matemático estadounidense Charles Eisenstein para proponer una transición hacia la economía del don en su libro Sacred Economics. Gift and Society in the Age of Transition, publicado en 2010.

Simone Weil fue, ciertamente, una tenaz observadora del mundo social, cualidad que la condujo siempre a desconfiar de las teorías y de las interpretaciones a priori. Una actitud, además, que contribuyó indudablemente a impregnar su corta vida de la intensidad que nos asombra. Exploró también el pasado, al encontrar absurdo enfrentarlo al porvenir. Halló así en la experiencia histórica que había constituido la sociedad occitana del sur de Francia en el siglo XIII –destruida sin piedad por la fuerza incipiente del Estado- los fundamentos para elaborar el núcleo de lo que sería su gran obra, Echar Raíces: la noción de las necesidades terrenales del cuerpo y del alma. A la luz de la mirada occitana, en efecto, advirtió el júbilo de la vida convivencial, basada en la obediencia voluntaria a jerarquías legítimas (no al Estado, cuya autoridad aunque sea legal no es necesariamente legítima) y en la satisfacción de las necesidades vitales. Un espacio colectivo que encuentra su justo equilibrio en la estrategia que consiste en juntar los contrarios -libertad y subordinación consentida, castigo y honor, soledad y vida social, trabajo individual y colectivo, propiedad común y personal-, para sustentar así el arraigo de las personas en un territorio, en la cultura, en la comunidad. Es lo mismo que el pueblo kichwa y el pueblo aymara llaman Sumak Kawsay o Suma Qamaña –el Buen Vivir que es convivir-; eso que el pueblo mapuche nombra Kyme Mogen y el pueblo guaraní Teko Kaui, siguiendo el mandato original de construir la tierra sin mal; en fin, aquello que para los pueblos amazónicos significa Volver a la Maloca, valorando el saber ancestral: es decir, regresar a la complementariedad comunitaria donde lo individual emerge en equilibrio con la colectividad; a la vida en armonía con los ciclos de la naturaleza y del cosmos; a la autosuficiencia; a la paz y a la reciprocidad entre lo sagrado y lo terrenal.

Simone Weil, por tanto, consideró la destrucción del pasado el mayor de los crímenes.

En ausencia de convivencialidad, al contrario, Weil observó que la sociedad se convierte en el reino de la fuerza y de la necesidad. Cuando la sociedad es el mal, cuando la puerta está cerrada al bien –afirmó-, el mundo se torna inhabitable. Los medios que deberían servir a la satisfacción de las necesidades se han transformado en fines, tal como sucede con la economía, con el sistema político, con la educación, con la medicina y con la alimentación industrial. Si esta metamorfosis ha tenido lugar, entonces en la sociedad impera la necesidad.

Una realidad que nos impone, en consecuencia, la obligación absoluta y universal como seres sociales de intentar limitar el mal. Es decir, la obligación absoluta de amar, desear y crear medios orientados a la satisfacción de las necesidades humanas. Medios –según Weil- que solo pueden ser creados a través de lo espiritual, de aquello que ella misma llamó sobrenatural: solo a través del orden divino del universo puede el ser humano impedir que la sociedad lo destruya. En la sociedad moderna –expresó- el orgullo por la técnica –por el progreso- ha permitido olvidar que existe un orden divino del universo.

En ausencia de espiritualidad –afirmó-, no es posible construir una sociedad que impida la destrucción del alma humana.

Lo espiritual en Weil –algo que siempre parece tan difícil de precisar-, la fuente de luz, lo que debería guiar nuestra conducta social, representa la diferencia entre el comportamiento humano y el comportamiento animal: una diferencia infinitamente pequeña que es, no obstante, una condición de nuestra inteligencia -en espera aún de rigurosa definición científica que la concrete-. El papel de lo infinitamente pequeño es infinitamente grande, señaló en una oportunidad Louis Pasteur.

Es a partir de la influencia de esta ínfima diferencia, entones, que es posible limitar el mal en la sociedad, porque esa condición de nuestra inteligencia es justamente la fuente del bien: es decir, es la fuente de la belleza, de la verdad, de la justicia, de la legitimidad y lo que nos permite subordinar la vida a las obligaciones. La misma influencia, pues, que debemos explorar en la experiencia del pasado: en el medioevo cristiano –señaló Weil-, pero también en todas aquellas civilizaciones donde lo espiritual ha ocupado un lugar central y hacia donde toda la vida social se orientaba. Precisar sus manifestaciones concretas, sus metaxu: los bienes que satisfacen nuestras necesidades e imprimen júbilo a la vida social.

*Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid.

Fuente: CEPRID

lundi, 23 septembre 2013

L’etno-nazionalismo e l’ideologia völkisch

L’etno-nazionalismo e l’ideologia völkisch

Federico Prati
 
Ex: http://walseruradel.blogspot.com

 

doc23.jpgCome già scritto, l’etnonazionalismo si rifà al federalismo etnico, forma modernizzata del nazionalismo etnico e dell’ideologia völkisch. Tale ideologia assegna la priorità alla tutela del Volk, inteso come comunità di Sangue e Suolo. L’etnicità costituisce per noi etnonazionalisti il criterio fondante della nazione, che prende corpo attraverso la forza del Sangue. Il singolo individuo è subordinato al volere della Volksgemeinschaft, della comunità etnica. Nella visione etnonazionalista la mappa geopolitica dell’Europa deve essere ridisegnata, attraverso la nascita di una Federazione europea etnica, costituita da Regioni-Stato, etnicamente omogenee. Ecco perché nel nostro edificio etnocentrico non vi è posto per lo Stato nazionale etnicamente eterogeneo.
Il pensiero etnonazionalista si rifà ad una concezione oggettiva della nazione, che corrisponde al Volk della tradizione di Herder, Fichte e M.H. Boehm.

 

Bisogna sostituire gli Stati nazionali etnicamente pluralisti, e quindi ingiusti, con un insieme d’unità etnicamente omogenee. Lo Stato nazionale di matrice massonica e giacobina è il nemico in quanto si è storicamente sviluppato come realtà istituzionale etnicamente eterogenea, che non fonda i diritti di cittadinanza sull’appartenenza etnica! Dunque un indispensabile criterio per comprendere l’etnonazionalismo deve essere la conoscenza del pensiero völkisch, che si sviluppò in Germania e nelle università tedesche tra gli anni ’20 e ’30. Il pensiero völkisch nasceva da un profondo Kulturpessimismus presente in alcuni strati della società tedesca e si concretizzava in un’avversione per gli aspetti materialistici della moderna società industriale.

Antiindustrialismo e antiurbanesimo, anticapitalismo e antiliberismo, coniugate ad una volontà di ritornare all’Ahnenerbe, all’eredità degli Avi: sono queste alcune delle facce con cui tale pensiero si mostrava, e proprio nel pensiero völkisch questi aspetti s’intrecciavano indissolubilmente. L’aggettivo völkisch sarebbe stato introdotto, secondo il germanista von Pfister, nel 1875 in sostituzione alla parola “national”. Il pensiero völkisch, che aveva le sue radici profonde nel periodo delle guerre napoleoniche ed in istanze romantiche, nasceva da un senso di frustrazione rispetto ad un’unificazione compiuta sotto l’egida prussiana e ad una scissione confessionale del paese, per recuperare un’identità etnonazionale più profonda e genuina, che si basasse sullo spirito popolare. Germanesimo ed antropologia razziale, antimodernismo e biologismo sono alcune delle facce che caratterizzano il pensiero völkisch. Un legame di popolo a livello biologico attraverso il Sangue e la Razza ed un mitico radicamento nel Suolo dell’Heimat, nell’idioma e negli usi e costumi trasmessi dalla Tradizione rappresentano il pensiero völkisch.

Doc-120d.jpgLa forza di tale pensiero risiede proprio nella profonda carica emotiva e passionale che era (è) capace di trasmettere. Dunque la teoria völkisch, termine che in italiano si traduce in “etnonazionale”, sostiene la prevalenza di una concezione della cittadinanza che contrappone “das Volk” a “the people”, e fa sì che in Germania si sia applicato lo jus sanguinis, il diritto del Sangue: cittadino tedesco era solo chi discendeva da genitori tedeschi, parlava tedesco e propagava la cultura tedesca. Per noi etnonazionalisti lo jus sanguinis è un punto fermo, irrinunciabile.
Un extraeuropeo che lavora da 30 anni in una delle comunità etnonazionali che costituiscono la Padania (ad esempio il Veneto) non sarà mai un cittadino Veneto, dal momento che conserva le sue racines, la sua cultura allogena, la sua lingua. Il diritto di cittadinanza, a nostro avviso, dovrà spettare, infatti, solo a chi appartiene alla comunità etnica, cioè, ad esempio in Veneto, è cittadino chi è Veneto di sangue.

The people significa invece jus soli, diritto del suolo: la cittadinanza si acquisisce semplicemente risiedendo in un posto, e questa è la concezione tipica dello stato nazionale multietnico e giacobino-massone nato dalla Rivoluzione Francese. È proprio in nome del diritto alla differenza culturale e del diritto all’identità etnica che attualmente noi propugniamo un’etnoconfederazione. La nostra teoria völkisch etnonazionalista pone un’importanza speciale sulla supremazia della nazione rispetto all’individuo: per noi etnonazionalisti Razze, Etnie, Stirpi, Nazioni sono le categorie umane fondamentali, rifiutiamo categoricamente il concetto che le popolazioni siano flessibili e mutevoli, senza correlazione fra caratteristiche fisiche e culturali. Vi sono sicuramente analogie di pensiero tra alcuni esponenti della Nuova Destra (es.: Guillame Faye, Robert Steuckers,…) e noi etnonazionalisti völkisch, tali analogie si possono individuare nelle seguenti idee-guida:
  • Il federalismo basato sul criterio etnico quale elemento costitutivo di un nuovo ordine europeo (“L’Europa delle comunità etnonazionali e delle Stirpi”), in cui alla disintegrazione degli Stati nazionali etnicamente eterogenei corrisponda la nascita di una federazione di Stati regionali etnicamente omogenei; il federalismo quale forma istituzionale che consenta l’esercizio del diritto all’autodeterminazione;
  • La richiesta di una nuova mappa politica dell’Europa, con la modifica degli odierni confini, da noi considerati artificiali;
  • La priorità assegnata ai diritti collettivi, di gruppo, rispetto ai diritti fondamentali dell’individuo; l’avversione verso l’universalismo;
  • Il rigetto della società multiculturale, considerata fonte di conflitti interetnici, la teorizzazione di forme del pensiero differenzialista;
  • L’esaltazione di comunità naturali e omogenee contrapposte all’idea di nazione nata dalla rivoluzione francese;
  • La relativizzazione della democrazia liberale, che necessita di correttivi etnici.
doc789.jpgNostro punto di riferimento culturale sono:
  • Intereg (Internationales Institut fur Nationalitatenrecht und Regionalismus, ossia Istituto Internazionale per il diritto dei gruppi etnici e il regionalismo). Finanziato attraverso la Bayerische Landeszentrale fur Politische Bildungsarbeit (ente centrale bavarese di istruzione politica), fino alla sua scomparsa è sostenuto caldamente da Franz Joseph Strauss. Nella dichiarazione istitutiva dell’Intereg si precisa l’obbiettivo di una “relativizzazione degli stati nazionali”, al fine di conseguire “l’affermazione di un diritto dei gruppi etnici e dei princìpi dell’autodeterminazione e dell’autonoma stabilità delle regioni”.
  • BdV (Bund der Vertriebenen), è l’associazione regionale dei tedeschi espulsi dopo il 1945 dai territori orientali del Terzo Reich. BdV nasce grazie al land della Baviera e su iniziativa dei profughi dei Sudeti, la regione popolata da tedeschi grazie a cui Hitler invase la Cecoslovacchia. Il BdV non riconosce gli attuali confini della Germania.
  • SL: (Sudetendeutsche Landsmannschaft), è la lega dei profughi dei Sudeti
  • Fuev (Federalistiche Union Europaischer Volksgruppen), Unione federalista delle comunità etniche in Europa. Per gruppo etnico, secondo la Fuev, si intende una comunità che si definisce “attraverso caratteri che vuole mantenere come la propria etnia, lingua, cultura e storia”. Dopo la caduta del muro di Berlino e dell’Urss, tre milioni di cittadini di origine tedesca sono presenti negli stati post sovietici, per cui Bonn, dopo il 1989, ha iniziato a finanziare la Fuev.
  • VdA: (Verein fur das Deutschtum in Ausland), associazione per la germanicità all’estero.
  • Guy Héraud: coeditore di “Europa Etnica”, organo ufficiale della Fuev e di Intereg, figura nel comitè de patronage della “Nouvelle Ecole”, la rivista della nuova Destra francese. È il padre del federalismo etnico, la dottrina istituzionale che presenta le “Piccole Patrie”, nate dalla secessione dallo Stato nazionale multietnico, come l’estremo bastione contro la globalizzazione e l’invasione allogena. “Padre spirituale” del nazionalismo etnico è R.W. Darré e il suo testo, fondamentale per ogni etnonazionalista, è Neuadel aus Blut un Boden (Ed. italiana: Edizioni di Ar, Padova 1978): l’indissolubile binomio di “sangue e suolo” esprimeva la carica fortemente etnonazionalista e biologista del pensiero ruralistico di Darré. L’uomo, considerato innanzi tutto nella dimensione biologica di portatore e custode nel suo sangue di un prezioso patrimonio genetico, doveva realizzare la sua esistenza attraverso un’intima fusione con la terra.
doc92732.jpgEgli doveva “come la pianta mettere radici nel suolo per prendere parte alla forza primigenia, eternamente rinnovantesi della terra”. “Vogliamo far diventare di nuovo il sangue e il suolo il fondamento di una politica agraria tedesca chiamata a far risorgere il “contadinato” e con ciò superare le idee del 1789, cioè le idee del liberalismo. Perché le idee del 1789 rappresentano una Weltanschauung che nega la razza, l’adesione al contadinato invece è il nucleo centrale di una Weltanschauung che riconosce il concetto di razza. Intorno al contadinato si scindono gli spiriti del liberalismo da quelli del pensiero völkisch”. Tra i molti importanti esponenti del pensiero völkisch vi furono: Julius Langbehn (Rembrandt als Erzieher), Paul de Lagarde (Deutsche Schriften), il movimento dei Wandervoegel, W. Schwaner (Aus heiligen Schriften germanischer Völker), Hermann Ahlwardt (Der Verzweiflungskampf der arischen Völker mit dem Judentum), Artur Dinter (Die Sünde wider das Blut), H.F.K. Guenther (Rassenkunde des deutschen Volkes, Rassenkunde Europas, Rassengeschichte des hellenischen und des römischen Volkes), Friederich Naumann, Alfons Stoecker e infine Georg Ritter von Schönerer.
Nostro dovere di etnonazionalisti è, quindi, prima di tutto quello di far riscoprire a tutti i Popoli Padano-Alpini ed agli Europei l’appartenenza alle proprie millenarie comunità di sangue, di suolo, di destino e di storia: comunità che da sempre hanno costituito quella più grande comunità di popoli che è oggi la Padania.

Dire Padania, significa per noi evocare subito una molteplicità d’immagini e di concetti diversi. Primo fra tutti un concetto geografico: la Padania è una terra. Ma subito dopo un concetto d’ordine etnico: la Padania è, infatti, un insieme di popoli affini per comuni radici di sangue e di tradizioni. Ancora, un concetto d’ordine storico: la Padania è il risultato di millenni di vicende storiche specifiche, è il prodotto della vita fisica e spirituale, delle attività delle genti che l’hanno abitata. E infine un concetto d’ordine ideale: la Padania è un insieme di civiltà. Non è dunque possibile pensare la Padania senza avere ben presenti questi quattro momenti fondamentali della sua identità: la Padania come Terra, la Padania come Sangue, ovvero come l’insieme di numerose comunità etniche, la Padania come Memoria storica, la Padania come Civiltà. Noi rappresentiamo quelle Heimaten, quelle Stirpi che esistono da millenni e non un’artificiosa costruzione massonica e giacobina come lo stato italiano, noi siamo quella Terra di Mezzo che da sempre è il cuore pulsante della Mitteleuropa.

Il concetto di sangue e suolo non è certo astratto e trova un riscontro materiale nelle mappature genetiche italiane, che dimostrano in maniera scientifica come non esista in termini etnici un popolo italiano e come gli antichi popoli preromani siano ancora oggi presenti con i loro geni. Anche linguisticamente le differenze sono nette e parlare di dialetti è un eufemismo non supportato da riscontri scientifici. Non si può inoltre confondere la razza con l’etnia, ragion per cui gli Europei autoctoni sono razzialmente omogenei ed etnicamente divisi. Il Sacro Romano Impero della Nazione Germanica, unendo nella diversità rimane l’esempio più alto di un’Europa forte, libera e rispettosa delle tante patrie che la compongono.

Detto questo riteniamo comunque che di fronte al pericolo immediato e mortale per l’intera Civiltà europea di un’immigrazione che è un’autentica invasione, sia oggi più importante ricercare i valori della comune Tradizione europea ed unire le forze per salvare il salvabile. Lo stato italiano è condannabile in quanto giacobino e perciò centralista e mondialista e nemico delle etnie che lo compongono. Un’etnofederazione basata sui valori della nostra Tradizione potrebbe essere un passo fondamentale verso la costruzione della Padania e dell’Europa che sognamo.

La battaglia è appena iniziata: siamo noi, tutti noi Popoli Padano-Alpini ed Europei che dobbiamo alzare il grido di battaglia, serrare i ranghi, e inondare le piazze di questa Terra antica dal nuovo destino. Inondarla delle nostre millenarie bandiere di libertà! E soprattutto noi etnonazionalisti dobbiamo restare uniti e legati come lo sono gli alberi di una stessa foresta, le onde di uno stesso fiume, le gocce di uno stesso sangue. Allora sarà veramente impossibile fermarci! Forza dunque: Padania, Europa in piedi!

Federico Prati

L’etno-nazionalismo e l’ideologia völkisch

René Guénon and Eric Voegelin on the Degeneration of Right Order

René Guénon and Eric Voegelin on the Degeneration of Right Order

I. Introduction. No area of Western history is quite as recondite as that of the Diadochic empires, the successor-kingdoms that sprang up in the wake of Alexander the Great’s meteoric campaigns (334 – 323 BC) to subdue the world under militaristic Hellenism. One knows that the unity of Alexander’s Imperium, ever tenuous and improvisatory, broke down immediately on his death, when his “companions” fell to bellicose squabbling over bleeding chunks of the whole. Of Ptolemy’s Macedonian Egypt, one knows something – largely because the realm’s newly built Greek metropolis, Alexandria, became culturally the most important polis in the Mediterranean world, even after Octavian conquered Cleopatra and organized her Macedonian rump-state into Rome’s emergent world-federation. To transit from historical fair-certainty to historical incertitude, however, requires only that one switch focus from the Ptolemaic kingdom in the Nile Delta to the Seleucid... Indeed, to the Seleucid what? For Seleucus’ prize in the wars of the successors stretched in geographic space from Syria and Cilicia, and associated insular territories, eastward through portions of Mesopotamia and Asia Minor into the hinterlands of Parthia and Bactria. The Seleucid kingdom’s borders, as distinct from those of the more stable Ptolemaic kingdom in Egypt, remained, like the Heraclitean river, in constant flux; moreover, the Seleucid kingdom steadily withdrew in the direction of the sunrise, sacrificing its westerly regions for the defensibility of its easterly keeps, until in its last act, as the remnant Greco-Bactrian principality, it attempted to perpetuate itself against political mortality by an exodus-through-conquest from Central Asia across the Hindu Kush into Northern India.

One progresses, it seems, from obscurity to super-obscurity, as one might progress from Antioch, a polity known more or less in the annals of Western history (it served Seleucus for a capital city), to Pushkalavati, a polity all but unknown in those annals. These murky events in half-legendary places nevertheless issued in archeologically and literarily documentable consequences. When the Maurya emperor Ashoka (304 – 232 BC) converted to Buddhism around 250 BC and established it as his state religion, for example, he had to promulgate his policy in the northwest provinces of his expansive kingdom in Greek as well as in the indigenous languages. As late the First Century BC, Greek communities – if not actual poleis – still existed in what would today be Pakistan and Afghanistan, the original name of whose second largest city, Alexandria, corrupted itself over the centuries into the barbarism Kandahar. A post-Bactrian dux bellorum, Strato II, controlled a territory in the Indus Valley as late as 10 BC. Under the Seleucids and their heirs, the canons of Greek art influenced local sculpture and painting. The Bamiyan Buddhas, completed around 500 and dynamited by the Taliban in 2001, still reflected stylistic elements of Hellenistic statuary. Finally, it was through the Seleucid kingdom and its sequelae that India and the Mediterranean came into significant communication with one another so that Brahmanism and Buddhism might be known and studied by the Greek-speaking scholars of the Serapeum and something of the dialectical method might be adopted by Hindu philosophy.

Bamiyan Buddhas

This précis of Hellenistic penetration into the Near East and Central Asia in the great age of competing empires that consummated itself in the ascendancy of Rome in the West is by way of introduction to a modest comparative study of René Guénon’s Spiritual Authority & Temporal Power (1929) and Eric Voegelin’s Ecumenic Age (1974), the fourth volume of his five-volume Order and History (incipit 1956, with Israel and Revelation). The “Bactrian” chapter of the Alexandrian Drang nach Osten provides an important object of study in both books. Voegelin (1901 – 1985) could not, of course, have been known to Guénon (1886 – 1951) and it seems relatively unlikely that this particular book by Guénon would have been known to Voegelin, who, however, might have been familiar with The Crisis of the Modern Age (1927) and The Reign of Quantity & the Signs of the Times (1945); Spiritual Authority is something of a sequel to The Crisis, whose topics The Reign of Quantity revisits. Of interest is that Guénon and Voegelin, while quite different in the style of their thinking, nevertheless identify in the phenomenon of the Bactrian episode (including its Indian prequel) the same historical and spiritual significances and see in closely similar ways the relevance of that episode to an understanding of the modern phase of Western history. It goes almost without saying that for both Guénon and Voegelin, modernity is a disorderly and corrupt period in which the dominant elites have betrayed the hard-earned wisdom of philosophy and revelation and believe themselves anointed to remake a wicked world into a rational paradise liberated from superstition and bigotry, a project necessarily entailing the destruction of tradition. Modernity is “Gnostic,” in Voegelin’s term. Gnosticism designates a markedly low order of mental activity, in spiteful rebellion against the difficulties entailed by a contrasting openness to and participation in reality. Following chronology, it is natural to begin with Guénon.

livre-guenon.pngII. Guénon. A student of comparative religion, Guénon took lively interest in Hinduism, Brahmanism, and Buddhism. The Hindu scriptures especially provided him with a rich symbolism, which he found that he could instructively put in parallel with, among other vocabularies, that of the Platonic lexicon. Spiritual Authority & Temporal power draws on Guénon’s knowledge of the Vedas and related documents – a propensity that can at first stymie a reader uninitiated in the specialist vocabulary. (I put myself in the category.) However, Spiritual Authority repays readerly perseverance; the references to Plato give context to the exploration of caste not as an item of sociological but rather as one of metaphysical importance. A central political-philosophical question, who should govern, as Guénon points out, is shared by Hindu religious speculation and Platonic discourse. Guénon declares the topic of his essay to be “principles that, because they stand outside of time, can be said to possess as it were a permanent actuality.” Respecting the debate about the fundamental legitimacy of temporal offices, Guénon asserts, “the most striking thing is that nobody, on either side, seems concerned to place these questions on their ground or to distinguish in a precise way between the essential and the accidental, between necessary principles and contingent circumstances.” The petulant habit of deliberately ignoring first things by itself merely provides “a fresh example [so writes Guénon] of the confusion reigning today in all domains that we consider to be eminently characteristic of the modern world for reasons already explained in our previous works.” Guénon’s phrase for the Twentieth-Century contemporaneity of his book is “the modern deviation.”

Where Voegelin stands out as above all an exegete of symbols, Guénon strikes one as rather more a modern mythopoeic thinker who takes symbols as his main stuff of purveyance, but this is not to say that he lacks analytical ability. Rather, Guénon grasps that symbols and myths – while they might be, as Voegelin would later call them, compact – articulate reality more fully and more truly than the clichés of modern reductive thinking and that therefore one best wrests intoxicated minds from the drug of those clichés by jerking them around (rhetorically, of course) so as to get them to face and contemplate the symbols in their numinous fullness. It belongs to Guénon’s suasory strategy that the strangeness of Hindu or even European Medieval symbols can fascinate the modern subject even when, as usual, that subject diametrically misunderstands them. Get their attention, Guénon seems to say – interrupt the trance; explanations can come later. Guénon’s unblushing references to a primordial tradition, “as old as the world,” can cause him, in the case of a superficial reader, to resemble a Theosophist or a spiritualist. It is worth remembering that the hard-headed Guénon wrote studies exposing Theosophy as a “pseudo-religion” and spiritualism as mountebank hocus-pocus. But if modernity were a “deviation,” then from what would it have deviated? Although Guénon’s first chapter in Spiritual Authority bears the title “Authority and Hierarchy,” the actual topics are caste and hierarchy, two of the range of first principles that modernity has insouciantly rejected.

Caste and authority relate to one another in complex ways. Modernity bristles at one or the other of the two terms with equal righteousness, but whereas traditionalists and reactionaries acknowledge the necessity of authority, they too might nevertheless feel aversion to caste, as it has manifested itself in India since the Muslim conquest. Guénon reminds his sympathetic but possibly skeptical readers that the existing caste-system of the British Raj of his time is itself a latter-day deviation and quite as acute a one as any aspect of the Western deviation into modernity. Guénon finds the true definition of caste in the Sanskrit etymologies. Accordingly, “The principle of the institution of castes, so completely misunderstood by Westerners, is nothing else but the differing natures of human individuals; it establishes among them a hierarchy the incomprehension of which only brings disorder and confusion, and it is precisely this incomprehension that is implied in the ‘egalitarian’ theory so dear to the modern world.” Additionally, “The words used to designate caste in India signify nothing but ‘individual nature,’ implying all the characteristics attaching to the ‘specific’ human nature that [differentiates] individuals from each other.” Finally, “One could say that the distinction between castes… constitutes a veritable natural classification to which the distribution of social functions necessarily corresponds.” Guénon also asserts that caste, even in the moment when it appears, suggests a fallen condition, “a rupture of the primordial unity” by which “the spiritual power and the temporal power appear separate from one another.” The assertion will disturb no one familiar with the Platonic relation between the realm of the ideas and the realm of social action; or with the Augustinian distinction between the City of God and the City of Man.

In classical Indian society, the roles of authority on the one hand and of power on the other fell respectively to the Brahmins, or the priestly caste, and the Kshatriyas, or the warrior caste. What is at first a harmonious functional distinction becomes, however, in the course of time, “opposition and rivalry,” or so Guénon states. The functionaries of the two castes yield to their baser instincts; they commence a struggle for absolute domination in the society. The struggle finds its outcome “in total confusion, negation, and the overthrow of all hierarchy.” Long before the climax, the real functions of the two castes have lapsed in desuetude. “As for the priesthood, its essential function is the conservation and transmission of the traditional doctrine, in which every regular social organization finds its fundamental principles.” In rivalry with the warrior caste, the priesthood abandons “its proper attribute,” which is “wisdom.” As for the warrior caste, its essential function is active policing of right order within the society, including the maintenance of the priesthood, and defense of the society against external predation. In rivalry with the priesthood, the warrior caste repudiates its guidance under wisdom, whereupon its virtues (heroism, nobility, rectitude) become unintelligible. The rebellious warrior caste claims that no power exists superior to its own, a boast brutally plausible once the community has lost sight of transcendence and “where knowledge is denied any value.”

In addressing the phenomenon of “insubordination,” which as he says modernity instantiates in extremis, Guénon in fact has a particular historical episode in mind, which he treats in the chapters of Spiritual Authority called “The Revolt of the Kshatriyas” and “Usurpations of Royalty and their Consequences.” Guénon cites no dates and names no names, but the episode in question belongs to the career of the Bactrian Greeks in India. A few facts will help to vivify Guénon’s purely abstract account. I take the facts from The Greeks in Bactria and India (1951) by William Woodthorpe Tarn. The chronology runs from the late Third Century to the middle Second Century BC. The main players on the Greco-Bactrian side of the drama are Demetrius I (reigned 200 – 190 or 180 BC); two of his sons, Demetrius II (reigned 175 – 170 BC) and Apollodotus (reigned 174 – 165 BC); and a general, Menander, who soon acquired kingship (reigned 155 – 130 BC). The two sons of the first Demetrius just mentioned, and their sons and grandsons, and Menander, ruled over Indian territories exclusively, the Bactrian Kingdom itself having succumbed by degrees to nomadic invaders (the Yueh-chi) during this period, ceasing to exist after 130 BC. The main players on the Indian side of the drama are the Maurya emperors, who were Buddhists, and their usurper-successors the Sunga emperors, beginning with Pushyamitra (reigned 185 – 149), who were Brahmins. Demetrius II, Apollodotus, and Menander were likely by profession also Buddhists.

When Demetrius I with his sons and Menander as generals invaded India, he was both responding opportunistically to events in Indian politics and acting on the ambition-provoking model of concupiscential militarism, as established by Alexander and the successors. As for Pushyamitra – when he deposed the last Maurya emperor by assassination, he merely continued a long-simmering civil conflict between Brahmins and Buddhists that had been begun by Chandragupta, the first Maurya emperor, who climbed to power by promoting the Buddhist Kshatriyas against the Brahmin overlord class. Tarn notes that in this period “the Brahman was the natural enemy of the Greek,” whom the priestly class categorized under the caste system as Kshatriyas. The corollary of priestly ire against the Greeks was Buddhist (that is, Kshatriya) interest in Greek military support against the Sunga dynasts. Tarn writes, “Both Apollodotus and Menander on their coins… called themselves Soter, ‘the Saviour.’” The discussion will return to the numerous implications of these details in the section on Voegelin, to follow. At this point, we will switch focus back to Guénon and Spiritual Authority.

In the chapter on “The Revolt of the Kshatriyas,” Guénon writes, “Among almost all peoples and throughout diverse epochs – and with mounting frequency as we approach our times – the wielders of temporal power have tried… to free themselves of all superior authority, claiming to hold their power alone, and so to separate completely the spiritual from the temporal.” When the office of the purely temporal order “becomes predominant over that representing the spiritual authority,” Guénon argues, the result will be social chaos masquerading as order under blatantly “anti-metaphysical doctrines.” A doctrine qualifies as “anti-metaphysical” for Guénon when it “denies the immutable by placing… being entirely in the world of ‘becoming.’” To deny first or transcendent principles is equivalent to submitting unconditionally to what Guénon dubs “succession.” The sequence of names in the Bactro-Indian “Who’s Who” – Chandragupta, Pushyamitra, Demetrius, Apollodotus, Menander, and Eucratides – suggests the resounding vanity of mere “succession.” Guénon reminds his readers that: “Modern ‘evolutionist’ theories… are not the only examples of this error that consists in placing all reality in ‘becoming’”; rather, “theories of this kind have existed since antiquity, notably among the Greeks, and also in certain schools of Buddhism.” Let it be noted that Guénon criticizes only the political Buddhism of the Indian Time of Troubles, not the original Buddhism of the Gautama, which “never denied… the permanent and immutable principle of… being.” Guénon implicitly also criticizes the politicized Brahmanism of the same Time of Troubles, which, entangling itself in grossly temporal affairs, forfeited its legitimacy under the law of spiritual immutability.

“Immutable being” is the same as reality; it is a verbal symbol of reality taken as the inalterable nature of the totality of things. To rebel against immutable being is therefore to rebel against reality, with inevitable consequences, the same in every case. As Guénon writes, the Revolt of the Kshatriyas “overshot its mark.” The immediate victors “were not able to stop it at the precise point where they could have reaped advantage from what they had set in motion.” The denial of “Atman,” the Brahmanic First Principle, led to the denial of caste, which led to the usurpation of offices by individuals unsuited to exercise them. It fell out that the Kshatriyas, in dispossessing the Brahmins, made themselves vulnerable to rebellious dispossession by the classes formerly arranged beneath them in the social hierarchy. “The denial of caste opened the door to [one and] every usurpation, and men of the lowest caste, the Shudras, were not long in taking advantage of it.” In fact, “the denial of caste” created a power-crisis in the Indus Valley and adjacent areas that eventually drew in, first, the Persians, then Alexander himself, and then in their turn the Bactrians, who were Alexander’s epigones of the nth degree, and finally a wave of nomadic destroyer-invaders. A familiar theme in Indian politics, foreign occupation, has a history that begins long before the British Empire. Northern India had Greco-Bactrian rulers from the time of Demetrius II, Apollodotus, and Menander until the time of Julius Caesar in the West.

Guénon insists that the Revolt of the Kshatriyas with its aftermath provides only an instance of a general pattern, pedagogically useful in its starkness whose essential features appear, however, in other instances. In the chapter in Spiritual Authority on “Usurpations of Royalty and their Consequences,” Guénon writes of “an incontestable analogy… between the social organization of India and that of the Western Middle Ages,” adding that “the castes of the one and the classes of the other” reveal how “all institutions presenting a truly traditional character rest on the same natural foundations.” Similarly, the Western Middle Ages know parallel experiences to the Revolt of the Kshatriyas. “Long before the ‘humanists’ of the Renaissance, the ‘jurists’ of Philip the Fair were already the real precursors of modern secularism; and it is to this period, that is, the beginning of the Fourteenth Century, that we must in reality trace the rupture of the Western world from its own tradition.” Even before Louis IV, Philip pursued the policy of consolidating all power in France in the kingship. Guénon writes that, “Temporal ‘centralization’ is generally the sign of an opposition to spiritual authority, the influence of which governments try to neutralize in order to substitute their own.”

The analyst may follow the line from Philip in France through the Protestants in Northern Europe, with their national churches, to the secular revolutionary movements that ensue from the Jacobin usurpation of national power in France in the events of 1789 and beyond that to the political-ideological chaos of the Twentieth Century.

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III. Voegelin. The fourth volume of Order and History bears the title The Ecumenic Age. The term ecumene functions centrally in Voegelin’s theory that the order of history emerges through the history of order, that is, as successive differentiations of consciousness and the concomitant increases in noetic clarity. But what is the ecumene and what is meant by The Ecumenic Age? Etymologically, the word ecumene refers to any organized district (the English word economy shares the same Greek root); by the time of the historian Polybius (200 – 118 BC), however, ecumene, which Polybius uses, had come to mean any – or rather the – geographical area over which rival empires or empire-builders might compete. Since by Polybius’ day this geographical area included everything that Alexander had conquered or tried to conquer in the East and everything that Rome had conquered in the West through the Third Punic War, the word effectively meant the known world, from Spain and Gaul to Bactria and India. In one of Voegelin’s several definitions in The Ecumenic Age, the ecumene arises when “empire as an enterprise of institutionalized power” becomes (in the phrase) “separated from the organization of a concrete society,” as happened for the first time in the case of Achamaenid expansion beyond the boundaries of the traditional Persian state in the Sixth Century BC. Persian conquests in the Greek field soon enough produced a reaction in the form of Alexander, who subdued Persia on his way to India; on Alexander’s death, as we have noted, his generals tried to wrest his conquests for themselves – the result being the Diadochic kingdoms. Voegelin writes that, “The new empires [beginning with Persia] apparently are not organized societies at all, but organizational shells that will expand indefinitely to engulf former concrete societies.” The ecumene may additionally be defined as, “the fatality of a power vacuum that attracted, and even sucked into itself, unused organizational force from outside”; and which therefore “originated in circumstances beyond control rather than in deliberate planning.”

Again in The Ecumenic Age, Voegelin writes how, in distinction to the polis, which organizes itself on the lines of a subject, the ecumene “is an object of organization rather than a subject.” This geographical-political phenomenon of the ecumene appears moreover not as “an entity given once and for all as an object for exploration,” the way the earth was given to Eratosthenes or Strabo; “it rather was something,” Voegelin writes, “that increased or diminished correlative with the expansion or contraction of imperial power” radiating from an “imperial center.” Working up to a striking phrase, “The ecumene… was not a subject of order but an object of conquest and organization; it was a graveyard of societies, including those of the conquerors, rather than a society in its own right” (emphasis added). As for the Ecumenic Age – it is the datable period, beginning with Persian expansion and ending with the disintegration of the Roman Empire in the West during which, amidst the destruction of the traditional, concrete societies, the actors of the drama forgot how to heed received wisdom while the victims of their agency had to rethink basic questions about the meaning of existence. In this way, ironically, “the Ecumenic was the age in which the great religions had their origin, and above all Christianity,” but including Buddhism, which had a Greek phase.

It will perhaps have begun to be apparent why Voegelin should take an interest in the Bactrian episode. The Bactrian episode runs its course at the farthest end of the Western ecumene, as defined by the imperial expansions of Darius and Alexander; and in the campaign of Demetrius and his sons it replicates in miniature the concupiscential exodus that Darius and Alexander enacted in setting forth to subdue the world. In the Bactrian episode, the Western ecumene comes into contact with the Indian and the Chinese ecumenes. This contact affected India more than the West, and China hardly at all, but the episode remains instructive. “In the wake of Alexander’s campaign in the Punjab,” Voegelin writes, “the scene of imperial foundations expands to India.” In exploring the significance of the Bactrian episode, Voegelin promises to “refrain from drawing the all-too-obvious parallels with the phenomenon of imperial retreat and expansion we can observe in our own time,” a statement that naturally directs readerly attention to those very parallels. Concerning Chandragupta, whom we have already encountered in our discussion of Guénon’s Spiritual Authority, Voegelin records that, “Among other Indian princes he had come to the camp of Alexander at Patala, 325 B.C.” When the last Macedonian governor departed the Punjab in 317, the ambitious prince “established himself in the new power vacuum with the help of the northwestern tribes and then descended on the kingdom of Maghada,” whose ruling dynasts he ruthlessly exterminated – man, woman, and child. Chandragupta with deft diplomacy avoided conflict when Alexander’s successor Seleucus revisited “Asia.” Concluding a treaty to fix the frontier, Chandragupta received from Seleucus one of the Macedonian’s daughters for a princess-bride; Seleucus received from Chandragupta a squadron of war-elephants.

What seemed a brilliant stroke of self-interested negotiation on the Indian’s part illustrates, in fact, Voegelin’s contention: The ecumene, despite its weird ontology, has the real power to draw in those who inhabit its periphery. The attraction exerted itself reciprocally: Indians were drawn into the Seleucid and Bactrian spheres and Seleucids and Bactrians were drawn into the Indian sphere; every conqueror-usurper generated his own conqueror-usurper, and the degeneration reached its nadir in barbarian incursions and desertification of whole provinces. In Voegelin’s description, “When a general of the last Maurya ruler, Pushyamitra Sunga, assassinated his master… an imperial power vacuum was created, comparable to the earlier one, after the death of Alexander”; and “as the earlier vacuum had attracted the Maurya Chandragupta, so the present one invited Demetrius, the king of Bactria, to conquering action.” Demetrius found success in his venture partly because of the Brahmin-Buddhist split; he could appeal to the Kshatriya caste as their Soter – their “liberator” or “savior” – against the Brahmin caste. Saving and liberating belong, in Voegelin’s analysis, to a “new symbolism of the Ecumenic Age,” with the codicil that its newness equates to its degeneracy. “An age of ecumenic imperialism throws up of necessity… the curious phenomenon which is today called ‘liberation,’ i.e., the replacement of an obnoxious imperial ruler by another one who is a shade less obnoxious.”

Voegelin’s account points up the existential ironies of the Bactrian episode – naturally, because he is dealing in historical specifics – more than Guénon’s account. Demetrius having conquered India, the Seleucids saw in his absence from Bactria the ripe opportunity to reincorporate that former province. Antiochus IV sent Eucratides to complete the task; when Demetrius returned from his Indian triumph to confront the invader, he succumbed in the engagement. Voegelin speculates that Eucratides, who came with only a small army, found crucial support among the Macedonian faction in Bactria that resented Demetrius’ policy of fusion with the native Bactrians. Voegelin characterizes Eucratides as “another Savior, this time of Macedonians and Greeks from a ruler who favored the native barbarians.” While Bactria reverted temporarily to the by-now-much-truncated Seleucid kingdom, northern India found itself under Greek domination in the kingdom of Menander, who, consolidating the work of Demetrius and his sons, declared independence. In a final blow of absurdity, the Parthians invaded the re-Seleucized Bactria and Eucratides fell battling them in 159 BC.

The sequence of events that constitutes the Bactrian episode resembles the plot of one of those operas of the Late Baroque or Early Classical periods, like the Zoroastre (1749) of Jean-Philippe Rameau or the Mitridate (1770) of Wolfgang Mozart: It has five acts, plays for three hours, and boasts so many characters that the audience can hardly keep track of them while struggling to extract the meaning. The spectators leave the performance feeling dazed and disoriented. We recall that the Bactrian episode is merely a recapitulation, and to some extent an anticipation, in miniature, of the entirety of the Ecumenic Age. Voegelin writes: “During the Ecumenic Age itself… the violent diminution, destruction, and disappearance of older societies, as well as the embarrassing search, by the conquering powers, for the identity of their foundations, was the bewildering experience that engendered the ‘ecumene’ as the hitherto unsuspected subject of the historical process.” Overlooking Voegelin’s use of the term “subject” in this sentence (one of his few lapses in ambiguity) while remembering that the ecumene is an object rather than a subject it is worth examining the paradoxes that stem from the question, already posed, how to define the Polybian lexeme. “For,” as Voegelin writes, “the ecumene was not a society in concretely organized existence, but the telos of a conquest to be perpetrated.” In addition, “one could not conquer the non-existent ecumene without destroying the existent societies, and one could not destroy them without becoming aware that the new imperial society, established by destructive conquest, was just as destructible as the societies now conquered.”

The instigators of concupiscential conquest think no such thoughts; in abandoning wisdom for the purely pragmatic adventure of the conquistador they bring about the divorce in their home societies between wisdom and action – the very same divorce whose exemplar Guénon discovers in the Revolt of Kshatriyas. Voegelin’s way of describing this spiteful repudiation of wisdom and even of knowledge is the formula, “humanity contracted to its libidinous self.” Such humanity condemns itself to endure the reduction of being to becoming – to the endless and meaningless temporal succession that it instigates. And what is most wicked is that it drags the rest of humanity along with it. Voegelin sketches a phenomenology of the conqueror: “These imperial entrepreneurs of the Ecumenic Age understood the meaning of life as success… in the expansion of their power” and in no other way; worse – and tellingly – they experienced any checks against their ambitions as instances of outrageous “victimization.” They and their rhetorical sycophants also invented “the games by which the power-self makes itself the fictitious master of history,” for example, as a “Savior.” Who does think the thoughts that lead to the identification of the ecumene as existentially meaningless and intolerable?

The answer to the question of who thinks those thoughts is, obviously, the ecumene’s non-sympathetic survivors, who, however, avoid thinking of themselves in selfishly victimary terms. They are those who remember wisdom or at least remember that such a thing as wisdom exists and may be sought for even in the spiritual desert of wrecked civilizations. The meaning of history, and therefore the meaning of human existence, emerges only by exodus from the ecumene; this will be a spiritual exodus aimed at reclaiming wisdom and restoring transcendence, either to the society, should it be extant, or for the sake of a new society not yet founded, which might arise from the wreckage and accord itself with reality. Indeed, in Voegelin’s words, “the relation between the concupiscential and the spiritual exodus is the great issue of the Ecumenic Age.”

IV. Guénon, Voegelin, and the Modern Crisis. Responding to the Siren Song of the ecumene to conquer and possess it qualifies as Voegelin’s privative exodus in at least two senses. Pragmatically, the conqueror in going forth leaves home; he generally leaves it, moreover, with the cream of the young men and a significant portion of the collective wealth in the forms of his provisions and armaments. Very likely he leaves behind him a vacuum of confusion, and a fat opportunity for mischief. Philosophically or metaphysically, the conqueror in going forth demonstratively exempts himself from the wisdom that, like his homeland, he leaves behind; under the pomp and color of his banners he declares himself indeed the prime mover of reality, a gesture of hubris in the highest degree. For in declaring himself such, he declares nothing less than the abolition of reality, as though it were his prerogative to guarantee what is possible and what is not and so to make patent his success before it occurs. Homer knew this at the beginning of the polis civilization. Agamemnon goes forth to conquer but brings about only the reduction to rubble of the heroic world, including his own murdered corpse; Odysseus, involuntarily alienated from home, struggles back to purge his household of uninvited mischief-makers. One sign of the rebellion against reality by the conquistadors of the Ecumenic Age, which entails the abolition of actually existing “concrete societies,” is their insistence on auto-apotheosis, as when Seleucus or Demetrius or Menander identifies himself on his coinage with Helios Aniketos, “The Unvanquished Sun,” or the equivalent. To paraphrase Voegelin: The ecumene is not only a graveyard of societies, but it is also a graveyard of the Helioi Aniketoi; and thus, amid the debris left by their late passage, of their innumerable victims.

In its dumb absurdity, the myriad of tombs affirms reality against concupiscential insouciance by pointing back to the violated wisdom as its cause. Guénon in Spiritual Authority puts it this way: “All that is, in whatever mode it may be, necessarily participates in universal principles, and nothing exists except by participating in these principles, which are eternal and immutable essences contained in the permanent actuality of the divine Intellect; consequently, one can say that all things, however contingent they may be in themselves, express or represent these principles in their own manner and according to their own order of existence, for other wise they would only be a pure nothingness.” Voegelin would recognize in Guénon’s balanced phrases one of the essential differentiations of consciousness with which his Order and History is concerned. The concupiscential campaigner can begin in only one way, by blanking out the knowledge of his own contingency; and if anyone should remind him of his contingency, he must blank out that person. He would not be stymied, or as he sees it, victimized.

Voegelin argues generally that differentiations of consciousness are irreversible, that they remain available after they occur; but he admits into his theory the concession that “diremptions” and “derailments” can also prevail during which the old symbols of wisdom no longer effectively signify and new symbols have not yet achieved full articulation. When Christianity emerges against the background of meaningless imperial succession, for example, it includes in its peculiar differentiations all the previous differentiations achieved in revelation and philosophy, from Moses to Plato. Nevertheless between the decline of philosophy and the consolidation of Christianity, there falls a long, anxiety-ridden stretch of ad hoc syncretism, thaumaturgy, Gnosticism, orgiastic enthusiasm, and general disorientation. The mental disorder of such things is the spiritual counterpart of the destruction of concrete societies under the ecumenic empires. People can for a time repudiate or lose touch with the luminous articulations that, formerly, reconciled them to reality; they either die off or recover something of clairvoyance. It happens that in The Ecumenic Age, Voegelin repeatedly references one of the earliest of the Western, reality-reconciling articulations, the one in respect of which the “Saviors” of the Ecumenic wars behaved with conspicuous heedlessness. Anaximander (610 – 546 BC, a contemporary of the Buddha) wrote: “The origin (arche) of things is the Apeiron… It is necessary for things to perish into that from which they were born; for they pay one another penalty for their injustice (adikia) according to the ordinance of Time.” Whether it is the Kshatriyas repudiating the Brahmins or Alexander repudiating Aristotle – payment of the Anximandrian “penalty” falls due and the interest on the debt begins to build up.

Both Guénon in Spiritual Authority and Voegelin in The Ecumenic Age take care to avoid topicality. Guénon writes of his intention “to remain exclusively in the domain of principles, which allows us to remain aloof from all those discussions, polemics, and quarrels of school or party in which we have no wish to be involved, directly or indirectly, in any way or to any degree.” In Voegelin’s terminology, Guénon’s authorship, at least where it concerns Spiritual Authority, corresponds to the positive exodus by which the man in search of wisdom withdraws in contemplation from the endless pragmatic exodus of the ecumene. Guénon adds, however, that “we leave everyone free to draw from these conclusions whatever application may be deemed suitable for particular cases.” Voegelin is less strict than Guénon in this respect, but in The Ecumenic Age he does mainly isolate his topical asides in his introductory and concluding chapters. These asides are nevertheless provocative, wherever they occur in the text. One will be sufficient to indicate the meaning of the Bactrian episode, which occupies the structural center of The Ecumenic Age, with respect to the modern crisis. We have previously cited Voegelin’s remark on “the games by which the power-self makes itself the fictitious master of history.” In a brief continuation of the same remark, Voegelin adds that those games “are still played today.”

It will undoubtedly have impressed those who have followed the argument so far that, simply at the level of descriptive phraseology, many of Guénon’s constructions and Voegelin’s suggest their own application to the contemporary state of affairs in the incipient Twenty-First Century. Guénon in Spiritual Authority mentions the origins of étatisme, with its relentless centralization of political power, in Fourteenth Century France. Voegelin in The Ecumenic Age refers to the ecumenic empires as “organizational shells that will expand indefinitely to engulf former concrete societies.” The centripetal and centrifugal movements might seem opposite to one another and therefore non-compossible, but they are in fact simultaneous and complementary. They describe in structural terms the libidinous process by which the bearers of “moral apocalypse” – that is, the Gnostic reformers of society – progressively obliterate the concrete societies that come under their imperial-entrepreneurial sway. Whether it is the arrogantly self-aggrandizing Federal Government in the United States of America or the inhumanly bureaucratic Brussels Parliament of the European Union in Western Europe, the attitude of the reigning elites towards the world is none other than the attitude of the auto-apotheotic conquistador toward the ecumene.

The goal of the new concupiscential exodus does not end with conquest, however; it has the jurisdictional goal beyond conquest of what it calls transformation or “change” but what can only be experienced by those who do not elect it as annihilation in the mode of total undifferentiation.

The point of view of the resistors is the true one: The mantra of “change,” so dear to the Left, is Newspeak (“disorder,” writes Guénon, “is nothing but change reduced to itself”); and the celebratory invocation by the Left of “difference” or “diversity” is likewise Newspeak. It requires only a smidgen of acuity to notice that the endless parade of “diverse people” who witness on behalf of “change” all say the same thing and tell the same stereotyped story; the “diversity” of the propagandists never exceeds the categories of skin-color, number of skin-piercings, peculiarity of dress, or deflected erotic interest because mentally they are all already completely assimilated to the narrow gnosis on the basis of which the regime claims its legitimacy. The succession of speakers in the lecture-calendar replicates in small the meaningless temporal succession of titled eminences in the ecumene. One might also notice that the ceaseless doctrinal self-justification of the modern rebellious elites resembles the soteriological propaganda of the ancient ecumenic campaigners; for in annihilating tradition the regime through its spokesmen claims to be engaging in a vast program of salvation or redemption. For ten years they have been redeeming the place formerly called Bactria.

The difference between the “Saviors” of the Ecumenic Age and those of today consists in this: Whereas the men of the Alexandrian succession did not intend to wreck the societies that they left behind and whereas that wreckage came about as an unintended side effect of campaigning elsewhere (“backwash,” in modern jargon); the modern “Saviors” by distinction explicitly intend to wreck the societies from which they have treacherously defected. That is their main motivation. They say so unashamedly, over and over. They have captured education from the kindergartens to the doctoral programs and they train new cohorts every year to carry out the project of calling forth a new ecumene and perpetrating Ausratiertung on everything in it. To convince themselves and others that their toxic whimsies stand free of any ethical or practical limitation, they have developed a baroque anti-epistemology that they call, appropriately, Deconstruction which would obliterate logic itself and even knowledge. This makes their obsession with “change” all the more pernicious. In Spiritual Authority, Guénon reminds his readers that, “Change would be impossible without a principle from which it proceeds and which, by the very fact that it is the principle of change, cannot itself be subject to change.” In a parallel comment, Guénon adds that, “Action, which belongs to the world of change, cannot have its principle in itself.” Yet the modern “Saviors,” through their “Action Committees,” invariably claim to be champions of principle. We all live in Bactria now and may not fire back.

The Gnostic rebellion against reality denies limitations, but it is, of course, subject to them because it is subject to reality; the rebellion is moreover radically maladapted to reality (denying logic and repudiating knowledge are bad bets in the Darwinian game) and it will eventually have to pay its penalty to Anaximander’s “Unlimited.” Or, we might say, to God. When the rebellion will reach its limit, however, only God knows. The instruments of torture with which O’Brien threatens Smith in 1984 are old and rusty; the regime has been in place for a long time, dragging the whole of Anglo-Saxon humanity with it into the Big-Brother nightmare. In The Ecumenic Age, Voegelin has these wise words: “A ‘modern age’ in which the thinkers who ought to be philosophers prefer the role of imperial entrepreneurs will have to go through many convulsions before it has got rid of itself, together with the arrogance of its revolt, and found the way back to the dialogue of mankind with its humility.”

Look on my works, ye mighty, and despair!”

La teoria etnonazionalista

La teoria etnonazionalista

Ex: http://walseruradel.blogspot.com

Da pochi giorni è stato pubblicato un nuovo libro sull’etnonazionalismo, che uno dei quattro autori mi ha pregato di segnalare. Lo faccio ben volentieri, anche perché tutti e quattro hanno pubblicato loro contributi anche sul sito del Centro Studi La Runa.

* * * Orizzonti del Nazionalismo Etnico Pensiero Etnonazionalista e Idea Völkisch

  Orizzonti del nazionalismo etnico
Effepi Edizioni, pagg. 144 Euro 16,00 Maggio 2007 IL LIBRO – Nel testo, vera guida dogmatica al Pensiero Etnonazionalista ed all’Idea Völkisch, si affermano quali debbano essere le “linee guida” che ogni “Soldato politico” etnonazionalista, per essere definito e considerato tale, debba seguire. Il Pensiero Etnonazionalista Völkisch assurge al ruolo di nuovo paradigma etno-identitario di cui la Volksgemeinschaft, la Comunità di Sangue, ne diviene il cardine. Il Popolo rappresenta la Comunità di Sangue: il concetto di Razza e d’ereditarietà, le nozioni derivate dalle ancestrali tradizioni degli Avi. Una comunità di popolo che vuole proteggere e favorire i valori radicati nell’individuo che accetterà ed accoglierà l’atavica eredità atropo-razziale, etno-culturale e storico-politica per riacquistarne ed attualizzarne i Valori fondanti l’identità etnonazionale. Questo paradigma consiste dunque in una riscoperta e riproposizione del concetto di Sangue e Suolo, Razza e Patria, Etnia e Stato. DAL TESTO – “ Il non facile compito che gli autori del libro si sono proposti è quello di “illustrare” e “spiegare”, nella maniera più completa ed organica possibile, la Weltanschauung che sta alla base del pensiero Etnonazionalista Völkisch. Illustrare, pertanto, quale sia, la particolarità metapolitica dell’Etnonazionalismo Völkisch, che gli conferisce una costante attualità, in quanto Idea-Forza in grado di fornire sempre serie e concrete soluzioni politico-culturali capaci di ovviare ai mali che da troppo tempo affliggono l’Europa tutta. Difendere ad ogni costo le Identità etnico-razziali e le ancestrali Tradizioni delle Piccole Patrie europee dalla Sovversione politico-culturale e spirituale che le minaccia. Riaffermare con forza la volontà di ritornare pienamente padroni sulle nostre terre. Rendere edotti e consapevoli i Giovani d’Europa di appartenere a comunità etnico-nazionali antichissime aventi nei Popoli Indoeuropei i nobili padri fondatori. Vigilare, custodire, ricordare le ataviche Tradizioni di quell’Europa Aria che diede vita alle nostre Nazioni di Sangue e Suolo. Salvaguardare l’immenso ed unico patrimonio razziale, etnico, culturale, storico, linguistico ed ambientale delle nostre millenarie Heimat.”
 
GLI AUTORI – Federico Prati, Silvano Lorenzoni, Flavio Grisolia e Harm Wulf .
 
INDICE DELL’OPERA – Premessa – Pensiero Etnonazionalista e Idea Völkisch – Immigrazione allogena, massoneria e mondialismo capitalista – Bibliografia essenziale.
 
Ordinabile presso: Effepi Edizioni effepiedizioni@hotmail.com tel 338 919 5220

Réflexion sur l’État dans l’économie

Qu’est-ce que le vrai colbertisme?

Réflexion sur l’État dans l’économie

Par Guillaume Faye

Ex: http://www.gfaye.com

Colbert_mg_8446.jpgPar manque de formation historique et économique, on présente le « colbertisme » comme de l’interventionnisme étatique à la façon de l’État Providence ou des velléités de notre bruyant ministre du ”Redressement productif ”, M. Montebourg. Première erreur. On s’imagine aussi que le colbertisme est un dirigisme anti-libéral, le choix d’une économie bureaucratique et administrée, sous prétexte de ”volontarisme” anti-marché.  Seconde erreur. Le colbertisme n’a rien à voir avec ces clichés, bien au contraire. Dans l’histoire de France récente, les véritables politiques colbertistes ont été menées par De Gaulle et Pompidou, mais certainement pas par les socialistes. Explications.

Colbert, homme pragmatique, principal ministre de Louis XIV, était révulsé par l’économie corporatiste, héritée de la période médiévale, avec ses corsets réglementaires, coutumiers, paralysants, fiscalistes. Un type d’économie archaïque que défendent, en fait, aujourd’hui les socialistes au pouvoir et les féodalités syndicales. Colbert était un adepte du mercantilisme anglais : il ne faut pas entraver le commerce, même avec les meilleures mais stupides intentions,  mais le favoriser, afin d’augmenter la richesse et la prospérité. Mais Colbert ajouta une french touch, comme on dit : l’État ne doit pas seulement veiller à laisser en paix les acteurs économiques, à ne pas les assommer de règlements, les imposer, les contraindre, mais aussi à les aider et à leur construire un environnement favorable et à mener de grands projets d’investissement ciblés, et énormes pour l’époque : la manufacture de Saint-Gobain,  celle des Gobelins, celle de Sèvres, le canal du Midi, les grandes routes royales (1), le pavage de Paris, les grands chantiers et commandes artistiques somptueuses, vitrines de la France, etc.

Colbert développa ainsi l’idée d’investissements d’État productifs : les manufactures, les infrastructures et les comptoirs coloniaux. Ces ”grands projets” constituaient à la fois un appel d’offre pour les entrepreneurs privés mais s’inscrivaient dans la doctrine mercantiliste anglo-hollandaise : créer un environnement propice à l’expansion commerciale et à l’exportation – plus d’ailleurs qu’à l’industrie. Loin de lui l’idée de faire de l’État royal  un acteur interventionniste, mais plutôt un ”facilitateur”. Pour Colbert, l’État devait être économe, avec des comptes équilibrés, d’où son conflit avec le dispendieux Louvois. L’État colbertiste est libéral et initiateur à la fois. Il limite les impôts. Il favorise le commerce maritime avec les comptoirs.   

Le bricolage économique et industriel des socialistes n’a donc rien à voir avec le colbertisme dont l’approximatif M. Montebourg se réclame. Le gouvernement socialiste veut au contraire (mythe marxiste de la ”nationalisation”) que l’État bureaucratique se substitue aux entreprises,  les dirige avec prétention et incompétence, tout en les assommant de charges par ailleurs. D’où par exemple le prétentieux et inutile programme étatique en 34 plans techno-industriels (septembre 2013) qualifié avec cuistrerie de « troisième révolution industrielle », par lequel l’État  va « faire naître les inventions de demain, les usines de demain, les produits de demain ».  Les dirigeants de Google ou de X Space doivent bien rigoler. Ce projet coûtera 3,7 milliards d’euros. Ce sera un coup d’épée dans l’eau. Car les élus et les fonctionnaires sont les plus mal placés pour définir les axes de recherche-développement du secteur industriel marchand. Ce dernier sait faire son job tout seul. À ce propos, Yves de Kerdrel écrit (2) : « à quoi bon mettre l’accent sur la production de textiles intelligents lorsque dans le même temps des industriels de ce secteur se voient refuser l’autorisation d’ouvrir un site de production dans telle friche industrielle sous prétexte qu’on y aurait aperçu une espèce protégée d’escargots. » (3)

De même, la création de la récente banque publique d’investissements est une usine à gaz bureaucratique et coûteuse. L’État ferait mieux non pas de se mêler de créer des emplois, mais de faciliter leur création, non pas de subventionner ça et là des entreprises de pointe mais de cesser de pressurer de taxes, de paralyser par des règlementations l’ensemble des entreprises, d’assouplir le marché du travail, etc. L’État français socialisé est un fossoyeur qui se fait passer pour un infirmier, un destructeur d’industries qui se pose en sauveur de l’industrie. (4) 

Tout autre est le véritable colbertisme, ou plutôt le néo-colbertisme de l’ère gaullo-pompidolienne. En ce temps-là (1958-1974), le budget était en équilibre. Ce qui n’empêchait l’État d’aider au financement (lui seul pouvait le faire) de grands projets structurants pour l’avenir, avec une vraie vision, pour la France et pour l’Europe. Nous sommes toujours les héritiers de ces projets, qui n’ont plus de successeurs à la hauteur.

Mentionnons pour mémoire : le programme nucléaire des 58 réacteurs (indépendance énergétique et électricité propre), le Concorde (échec commercial franco-britannique mais énormes retombées technologiques), le programme spatial (Arianespace, leader mondial), le TGV, le réseau autoroutier, Airbus, l’avionique militaire française et tant d’autres initiatives. Bien sûr il y eut des échecs cruels. (5) Le néo-colbertisme se caractérise donc par une action de l’État dans deux domaines essentiels : fournir aux entrepreneurs, forces vives d’une nation, les infrastructures nécessaires à grande échelle ; passer des commandes d’État ou proposer des partenariats dans des domaines stratégiques. Pas ”bricoler” avec des boîtes à outils socialistes, avec de la ”com” (propagande mensongère) à la rescousse.    

Maintenant, pour conclure, n’oublions pas que l’État américain fédéral   pratique le néo-colbertisme dans certains domaines, avec la NASA ou le pilotage du complexe militaro-industriel. L’Union européenne, elle, adepte d’un fédéralisme mou, bureaucratique, ”libéral” au mauvais sens du terme, n’a aucun projet techno-industriel de grande ampleur, et mobilisateur. Le colbertisme suppose une volonté nationale et l’Union européenne ne se pense toujours pas véritablement comme nation. Très probablement – c’est l’enseignement de l’Histoire – elle ne le fera que si  l’alchimie explosive se fait entre une menace et un leader. La menace existe, et le leader européen pas encore.

Notes:

(1) Au début du XVIIe siècle, il fallait trois fois plus de temps pour aller de Paris à Marseille ou à Bordeaux que du temps de l’Empereur Trajan, à la fin du Ier siècle, lorsque les voies romaines étaient entretenues. Après les investissements routiers de Colbert, cette différence n’existe plus. Dans le Paris de Henri IV, le confort urbain était inférieur à celui de Rome ou de Pompéi : pas de rues pavées, pas d’égouts, très peu d’apports hydrauliques non phréatiques.

(2) Le Figaro, 18/09/2013, in « Colbert, reviens ! Ils sont devenus fous », p. 15, article stimulant qui m’a donné l’idée d’écrire celui-ci. 

(3) Toujours le principe de précaution, frilosité écolo, que Claude Allègre a dénoncé. Voir l’interdiction, en France, même des recherches sur l’exploitation propre des gaz et huiles de schiste. Les escargots valent mieux que les emplois. Le lobby écologiste (même fanatisme que les islamistes) est dans l’utopie contre le réel. Hélas, il est écouté.

(4) La cause principale de la désindustrialisation de la France est la perte de compétitivité des entreprises industrielles, du fait du fiscalisme pseudo-social étatique, et non pas la recherche de la maximisation des profits par les ”patrons”, contrairement au discours paléo-marxiste. 

(5). Par exemple, le “Plan Calcul“ gaulliste des années soixante, maladroit et trop étatiste, qui n’a pas empêché l’informatique mondiale d’être dominée par les Américains. Ou encore notre bon vieux Minitel, lui aussi trop piloté par l’État (sub regnum Mitterrandis), trop cher, balayé par l’Internet US, en dépit de ses innovations et de ses avantages.

dimanche, 22 septembre 2013

Rechtsphilosophie nach ’45

droit.jpgRechtsphilosophie nach ’45

 

von Günter Maschke

Ex: http://www.sezession.de

Zwar können Skizzen stärker anregen als penibel ausgeführte Gemälde, doch auch sie benötigen ihr Maß. Der Versuchung, sie allzu kärglich ausfallen zu lassen, widerstehen nur wenige.

Auch ein so umsichtiger und kenntnisreicher Rechtshistoriker wie Hasso Hofmann, dessen oft ungerechtes Buch Legitimität und Legalität – Der Weg der politischen Philosophie Carl Schmitts (1964) für immer aus dem Ozean der Carl-Schmitt-Literatur herausragt, ist dieser Gefahr erlegen. Wer die nunmehr 67 Jahre umfassende Geschichte der deutschen Rechtsphilosophie und -theorie seit dem Kriegsende auf 61 Seiten abhandelt (die Seiten 62–75 enthalten eine relativ stattliche Bibliographie), übertreibt den löblichen Willen, sparsam mit Papier umzugehen. Doch eine Taschenlampe ist nur eine Taschenlampe und ersetzt nicht einmal eine Notbeleuchtung.

Hofmanns asthenische Schrift (Rechtsphilosophie nach 1945 – Zur Geistesgeschichte der Bundesrepublik Deutschland, Berlin: Duncker&Humblot 2012. 75 S., 18 €), auf einem Vortrag vom Oktober 2011 bei der Siemens-Stiftung beruhend, beginnt mit der berühmten »Naturrechtsrenaissance« nach 1945. Ein eher behauptetes denn durchgeformtes aristotelisch-thomistisches Naturrecht, sich legierend mit der Soziallehre des politischen Katholizismus, bestimmte damals bis in die fünfziger Jahre die juristischen und rechtstheoretischen Debatten der frühen Bundesrepublik. Wie schon 1918 ließen sich die Geschlagenen vom sonst gerne ignorierten katholischen Gedanken anleiten. Zum großen Schuldigen am Desaster der Justiz unterm Nationalsozialismus wurde der »Rechtspositivismus« ernannt. Daß die deutschen Juristen sich zwischen 1933 und 1945 so willfährig zeigten, lag angeblich am hergebrachten »Gesetz-ist-Gesetz«-Denken, mit dem man das die Menschenwürde und die Menschlichkeit achtende Naturrecht ignorierte. Jetzt aber sollte der Vorrang der Lex naturalis (des durch die Vernunft allgemein erkennbaren Teils eines angeblich »ewigen Gesetzes«) gegenüber dem Jus positivum durchgesetzt werden; letzteres hatte sich ersterem unterzuordnen.

Aber der Skandal der Jurisprudenz während des Nationalsozialismus findet sich (zumal wenn man die damals eher geringe Produktion neuer Gesetze bedenkt!) nicht in einem knechtischen Rechtspositivismus, sondern in der Tendenz zur »unbegrenzten Auslegung« (Bernd Rüthers) schon lange bestehender Gesetze. Dabei darf man auch daran erinnern, daß diese sinistre Kunst der Auslegung sich nicht selten auf ein angebliches nationalsozialistisches Naturrecht stützte. Man begann also 1945 mit einer Legende – mit der Legende von der Schuld des Rechtspositivismus; Hofmann spricht hier triftigerweise von »Bewältigungsliteratur«. Diese Legende barg auch ein beachtliches destruktives Potential: Jetzt konnte man den Staat diffamieren und ihn bzw. das, was von ihm noch übriggeblieben war, demontieren. Der den Rechtspositivismus durchsetzende Leviathan wurde zerschnitten. Mittels der Legende vom Rechtspositivismus fälschte man den radikalen Nicht-Staat des Nationalsozialismus, einen wahren Behemoth, zu einem Staat, nein: zu einem extremen Hyper-Staat um. So wurde der Staat, die wehrhafte Relation von Schutz und Gehorsam, ein weiteres Mal, diesmal von einer anderen Seite her, attackiert. Im endlich vollendeten Großtrizonesien weihten sich schließlich auch die Juristen der vermeintlich so menschenfreundlichen Staatsfeindschaft.

Tatsächlich setzte diese Entwicklung, heute offen zutageliegend, 1945 mit den Leerformeln des Naturrechts ein. In einer sich beschleunigt säkularisierenden, partikularisierenden, an der Oberfläche pluralisierenden Gesellschaft wurde ein ewiges Sittengesetz verkündet, von dem man bekanntlich rasch gehörige Abstriche machen mußte. Der Einfluß des – wie seine Geschichte beweist! – so wandelbaren Naturrechts führte zu Absurditäten wie der, daß der Bundesgerichtshof 1954 den Verlobtenbeischlaf zur »Unzucht« erklärte. Die Meinung machte die Runde, daß das Recht dazu da sei, die Bevölkerung zu einer bestimmten Moral anzuhalten, – zu einer Moral, in der sich das wahre Wesen und die wahre Bestimmung des Menschen ausdrücken sollten. Im Rückblick verwundert es nicht, daß die mit Aplomb vorgetragenen Naturrechtsfragmente bald in einer Wertphilosophie des Rechts ihre Erbin fanden, einer Wertphilosophie, die mittlerweile das Staats- und Verfassungsrecht mit moralisierenden Suggestionen und Gesinnungseinforderungen zersetzt und die eine schreckliche Tochter gebar: die political correctness. Hier fehlt auch ein kritischer Blick auf das Surrogat einer Verfassung, auf das politisch wie intellektuell defizitäre Grundgesetz, das eher ein Oktroi der Besatzer war als eine eigene Schöpfung, – Hofmann rafft sich bei dieser Gelegenheit immerhin dazu auf, etwas spöttisch dessen »Sakralisierung« zu vermerken.

Gewiß hat sich der ideologische Überbau der Jurisprudenz seit den Jahren 1945 bis ca. 1955 beträchtlich verwandelt. Geblieben aber ist die Tendenz zur Abschaffung der Freiheit mittels der »Werte«. Zuweilen spürt man, daß Hofmann gegenüber einigen Aspekten dieser Entwicklung Einwände hegt, doch er spitzt nur mit großer Dezenz die Lippen und verbietet sich das Pfeifen. Die sich gemäß den hastigen Zeitläuften rasch ändernde Melange aus suggestiv sein sollenden Naturrechtselementen, aus dem Staate vorgelagerten »Werten« und aus einer eklektisch-vagen Humanitätsphilosophie, die zu unerbittlichen Exklusionen fähig ist, angereichert mit etwas Orwell und etwas Huxley – all diese so wandelbar scheinenden Ideologeme, die doch nur modernisierte Versionen der Melodie von 1945 sind, kommen zum immergleichen Refrain: Wen diese Worte nicht erfreuen, der verdienet nicht, ein Mensch zu sein.

Hofmann geht auch auf die Debatte zur analytischen Rechtsphilosophie, zur Rechtslogik und zur Topik ein, sowie auf die in den sechziger und siebziger Jahren Terrain gewinnende Rechtssoziologie. Man darf aber annehmen, daß sowohl das Rechtsbewußtsein der Bevölkerung als auch die juristische Praxis von dieser Art theoretischer Erörterungen wenig beeinflußt wurden. Bedeutsamer scheint da wohl der bald die Verfassungsebene erreichende Weg vom Rechtsstaat zum sozialen Rechtsstaat zu sein. Wir möchten hier aber Hofmanns so knappe Skizze nicht mittels einer noch kürzeren abschildern und reflektieren.

Zum Schluß wirft Hofmann noch einen Blick auf die allüberall kundgetane »Ankunft in der Weltgesellschaft«. In dieser wird angeblich die »Frage nach Zukunft« (Hofmann) unabweisbar. Doch die Forderung Kants, daß die »Rechtsverletzung an einem Platz der Erde an allen gefühlt« werde, ist nur eine trügerische, dazu noch intellektuell peinliche Hoffnung. Ein Weltbürgerrecht als Recht von Individuen, das an die Stelle des internationalen zwischenstaatlichen Rechts tritt, führt nur zu einem zügellosen Pan-Interventionismus und Menschenrechtsimperialismus, dessen »Vorgriffe« auf das Weltbürgerrecht uns in den letzten Jahren einige entsetzliche Blutbäder bescherten. Der Träger des Friedenspreises des Deutschen Buchhandels, Jürgen Habermas, hielt den Kosovo-Krieg, in dem die NATO alle bisherigen Rekorde in der Disziplin »Propagandalüge« brach, für einen derartigen »Vorgriff« auf die von ihm geliebte schwarze Utopie des Weltbürgerrechts, – wenn auch, wie es einem kritischen Intellektuellen bei uns ziemt, aus Naivität und nicht aus Bosheit.

Soll man zum Ewigen Frieden durch den Ewigen (dazu noch Gerechten) Krieg gelangen? Es gibt einige alte, sich immer wieder bestätigende Wahrheiten: Wer Menschheit sagt, will betrügen, und Ordnung kann nur auf Ortung beruhen. An diesen Wahrheiten festzuhalten, wäre die ehrenvolle Aufgabe eines Rechtsdenkens, das, um seine fast ausweglose Schwäche wissend, die furchtbaren Tatsächlichkeiten beim Namen nennt und diese weder ganz oder partiell beschweigt, verharmlost, noch, nachdem man sich zum Hans Wurst des Gerechten Krieges machte, mit etwas Bedauern rechtfertigt. Dazu sollte man auch verstehen, daß das Recht nicht den Frieden schaffen kann, sondern – im Glücksfall! – der Frieden das Recht.

 


 

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jeudi, 19 septembre 2013

Silvio Gesell: der “Marx” der Anarchisten

Robert STEUCKERS:

Silvio Gesell: der “Marx” der Anarchisten

Analyse: Klaus SCHMITT/Günter BARTSCH (Hrsg.), Silvio Gesell, “Marx” der Anarchisten. Texte zur Befreiung der Marktwirtschaft vom Kapitalismus und der Kinder und Mütter vom patriarchalischen Bodenunrecht, Karin Kramer Verlag, Berlin, 1989, 303 S., ISBN 3-87956-165-6.

silvio_gesell.jpgSilvio Gesell war ein nonkonformistischer Ökonom. Er nahm zusammen mit Figuren sowie Niekisch, Mühsam und Landauer an der Räteregierung Bayerns teil. Der gebürtige Sankt-Vikter entwickelte in seinem wichtigsten Buch “Die natürliche Ordnung” ein Projekt der Umverteilung des Bodens, damit ein Jeder selbständig-autonom in totaler Unabhängigkeit von abstrakten Strukturen leben konnte. Günter Bartsch nennt ihn ein “Akrat”, d.h. ein Mensch, der frei von jeder Bevormündung ist, sei diese politischer, religiöser oder verwaltungsartiger Natur. Für Klaus Schmitt, der Gesell für die deutsche nonkonforme Linke wiederentdeckt (aber nicht kritiklos), ist der räterepublikanische Akrat ein der schärfsten Kritiker der “Macht Mammons”. Diese Allmacht wollte Gesell mit der Einführung eines “Schwundgeldes” bzw. einer “Freigeld-Lehre” zerschmettern. Unter “Schwundgeld” verstand er ein Geld, das man nicht thesaurisieren konnte und für das keine Zinsen gezahlt wurden. Im Gegenteil war für Gesell die Hortung von Geldwerten die Hauptsünde. Geld, das nicht in Sachen (Maschinen, Geräte, Technik, Erziehung, Boden, Vieh, usw.) investiert wird, mußte durch moralischen und ökonomischen Zwang an Wert verlieren. Solche Ideen entwickelten auch der Vater des kanadischen und angelsächsichen Distributismus, C. H. Douglas, und der Dichter Ezra Pound, der in den amerikanischen Regierung ein Instrument des Teufels Mammon sah. Douglas entwickelte distributistische Bauern-Projekte in Kanada, die teilweise noch heute existieren. Pound drückte seinen Dichterhaß gegen Geld- und Bankwesen, indem er die italienischen “Saló-Republik” am Ende des Krieges unterstütze. Pound versuchte, seine amerikanische Landgenossen zu überzeugen, keinen Krieg gegen Mussolini und das spätfaschistischen Italien zu führen. Nach 1945, wurde er in den VSA zwölf Jahre lang in einer Irrenanstalt eingesperrt. Er kam trotzdem aus dieser Hölle ungebrochen zurück und ging bei seiner Dochter Mary de Rachewiltz in Südtirol wohnen, wo er 1972 starb.

silvio gesell,anarchisme,allemagne,histoire,nouvelle droite,théorie politique,sciences politiques,politologieNeben seiner ökonomischen Lehren über das Schwund- und Freigeld, theorisierte Gesell einen Anarchofeminismus, wobei er besonders die Kinder und die Frauen gegen männliche Ausbeutung schützen wollte. Diese Interpretation des matriarchalischen Archetyp implizierte eine ziemlich scharfe Kritik des Vaterrechts, der in seinen Augen die Position der Kinder in der Gesellschaft besonders labil machte. Insofern war Gesell ein Vorfechter der Kinderrechte. Praktish bedeutete dieser Anarchofeminismus die Einführung einer “Mutterrente”. «Gesell und sein Anhänger wollten den gesamten Boden den Müttern zueignen und ihnen bzw. ihren Kinder die Bodenrente bis zum 18. Lebensjahr der Kinder als “Mutter-” bzw. “Kinderrente” zukommen lassen. Ein “Bund der Mütter” soll den gesamten nationalen und in ferner Zukunft den gesamten Boden unseres Planeten verwalten und (...) an den oder die Meistbietenden verpachten. Nach diesem Verfahren hätte jeder einzelne Mensch und jede einzelne Gruppe (z. B. eine Genossenschaft) die gleichen Chancen wie alle anderen, Boden nutzen zu können, ohne von privaten oder staatlichen Parasiten ausgebeutet zu werden» (S. 124). Wissenschaftliche Benennung dieses Systems nach Gesell hieß “physiokratische Mutterschaft”.

Neben den langen Aufsätzen von Bartsch und Schmitt enthält das Buch auch Texte von Gustav Landauer (“Sehr wertvolle Vorschläge”) und Erich Mühsam (“Ein Wegbahner. Nachruf zum Tode Gesells 1930”).

Fazit: Das Buch hilft uns, die Komplexität und Verwicklung von Ideen zu verstehen, die in der Räterepublik anwesend waren. Ist Niekisch wiederentdeckt und breit kommentiert, so ist seine Nähe zu Personen wie Landauer, Mühsam und Gesell kaum erforscht. Auch interressant wäre es, die Beziehungspunkte zwischen Gesell, Douglas und Pound zu analysieren und zu vergleichen. Letztlich wäre es auch, die Lehren Gesells mit den national-revolutionären Theorien eines Henning Eichbergs in den Jahren 60 und 70 und mit dem Gedankengut, das eine Zeitschrift wie Wir Selbst verbreitet hat. Eichberg hat ja auch immer den Akzent auf das Mütterliche gelegt. Er sprach eher von einem mütterlich-schützende Mutterland statt von einem patriarchalisch-repressive Vaterland. Ähnlichkeiten, die der Ideen-Historiker nicht vernachlässigen kann (Robert STEUCKERS).

mardi, 27 août 2013

70. Geburtstag Panajotis Kondylis

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70. Geburtstag Panajotis Kondylis

Ex; http://www.sezession.de

(Text aus dem Band Vordenker [2] des Staatspolitischen Handbuchs, Schnellroda 2012.)

von Adolph Przybyszewski

Der Philosoph Panajotis Kondylis hinterließ ein umfangreiches, gleichwohl Fragment gebliebenes Werk: Ein überraschender Tod riß ihn, nachdem er zahlreiche gewichtige Monographien, Übersetzungen und Aufsätze vorgelegt hatte, mitten aus der Arbeit an einem auf drei Bände geplanten Opus magnum.

Der Außenseiter des akademischen Betriebs ist zwar längst in der Fachwelt anerkannt, wird im intellektuellen Establishment aber noch immer als »Geheimtip« gehandelt. Ein Grund dafür liegt in der Kühnheit und Souveränität des analytischen Zugriffs von Kondylis: Seine Denkhaltung kennzeichnete er selbst als »deskriptiven Dezisionismus«, der jegliches Wertesystem als Funktion menschlichen Machtwillens mit tiefer Skepsis betrachtet, andererseits wissenschaftlich objektiver Erkenntnis mit großem Pathos verpflichtet ist. Seine Werke enthalten sich folglich ahistorischer normativer Urteile, um die Tugend des kalten, illusionslosen Blickes zu schulen.

Der Sohn eines Berufsoffiziers und einer Lehrerin war Sproß einer griechischen Oberschichtfamilie, zu der u. a. der 1936 gestorbene General und zeitweilige Minister Georgios Kondylis zählte. In Athen, wo er auch die Schule besucht hatte, studierte Panajotis Kondylis Philosophie und Klassische Philologie, absolvierte überdies noch vor Abschluß des Studiums seinen Militärdienst. Nach dem »Putsch der Obristen« im Jahr 1967 geriet er wegen seiner Befassung mit Marx und Engels in Verdacht, wurde aber nicht behelligt und konnte 1971 nach Deutschland gehen, um in Frankfurt am Main, vor allem aber in Heidelberg Philosophie, Geschichte und Politikwissenschaften zu studieren. Gefördert wurde er dort von den kriegsgedienten Historikern Reinhart Koselleck und Werner Conze, promovierte jedoch 1977 bei Dieter Henrich als Philosoph.

Kondylis blieb als Autor, Leser und Mann des Gesprächs zeit seines Lebens Privatgelehrter, der in Athen wie in Heidelberg zu Hause war. Sein Hauptwerk schrieb der polyglotte Grieche auf deutsch, da er dieser Sprache eine dem Altgriechischen ähnliche begriffliche, grammatische und damit philosophische Potenz zumaß. Kondylis’ Denken geht aus von einer sozialhistorisch gesättigten Ideengeschichte, die zu systematischen philosophischen Einsichten destilliert und damit theoretisch fundiert wird. Seine Fragment gebliebenen »Gründzüge der Sozialontologie « (Das Politische und der Mensch, 1999) verstehen den Menschen als ein soziales Wesen von Grund auf. Seinsgeschichte hat Kondylis zufolge nicht beim Menschen als einzelnem anzusetzen, so seine Kritik an Heidegger, sondern beim agonalen Sozialwesen, das stets zwischen Konflikt, Konkurrenz und Kooperation ausgespannt ist.

In Macht und Entscheidung (1984) legt er dar, daß Identität auf vorbewußten Grundentscheidungen fußt; indem sich der Machtanspruch der »eigenen Identität innerhalb des mit ihr verwachsenen Weltbildes« entfaltet, sind geistige Operationen nicht weniger als handfeste Handlungen immerauch Funktionen des menschlichen Selbsterhaltungstriebs und daher stets polemisch angelegt. Das Ringen um die Köpfe ist elementarer Bestandteil des Kampfes um die eigene Stellung in der Welt.

pana10.gifBeispielhaft entfaltet wird dies schon in Kondylis’ Dissertation über Die Entstehung der Dialektik (1979) bei Hölderlin, Schelling und Hegel und der damit zusammenhängenden Studie über Die Aufklärung im Rahmen des neuzeitlichen Rationalismus (1981), wo er zeigt, »wie sich ein systematisches Denken als Rationalisierung einer Grundhaltung und -entscheidung allmählich herauskristallisiert, und zwar im Bestreben, Gegenpositionen argumentativ zu besiegen«. Die Ausformung jener Dialektik, wie sie nach Hegel im Marxismus Ideologie einer weltgeschichtlich wirksamen Macht wurde, erweist sich als Teil eines konfliktreichen, schon im Spätmittelalter einsetzenden Prozesses der Ablösung von Weltbildern, in dem die formal-begrifflichen Strukturen der jeweils älteren Metaphysik stillschweigend übernommen und polemisch umgedeutet werden.

Kondylis’ Interesse galt daher einerseits solchen Denkfiguren, andererseits auch den konkreten Menschen und Schichten, die damit operieren. In diesem Sinne beschrieb und analysierte er die Formierung und Entwicklung der europäischen »Neuzeit« in seiner Studie über den Konservativismus (1986) und den Niedergang der bürgerlichen Denk- und Lebensform (1991), um schließlich konsequent mit der im 20. Jahrhundert etablierten nachbürgerlichen Massendemokratie auch die aktuellen Formen der Globalisierung in den Blick zu nehmen. Bereits Kondylis’ Deutung von Clausewitzens Theorie des Krieges (1988), deren Aneignung und Fortführung insbesondere in der Marxschen Tradition er untersuchte, belegt, daß er seine geistesgeschichtliche Arbeit nicht nur zur Fundierung einer Philosophie des Menschen als Sozialwesen betrieb: Sie läßt ihn als genuin politischen Denker erkennen, der sich vor allem Thukydides, Machiavelli, Thomas Hobbes, Carl Schmitt und Raymond Aron verpflichtet weiß.

Als besondere analytische Leistung von Lenins Clausewitz-Verständnis betont er etwa, daß diesem »die Politik nicht als das mäßigende Element erscheint, das den Krieg bändigen soll, sondern als ein Zustand permanenten Kampfes, woraus von Zeit zu Zeit Kriege entstehen müssen. Die Vorstellung vom Kampf steht im Mittelpunkt von Lenins politischem Denken «. Mit Clausewitz mißt Kondylis dem »Takt des Urteils« größte Bedeutung für jede angemessene »zukunftsorientierte Lagebeschreibung« zu: Dieser ist nicht als Metapher für Intuition, sondern als eine aus Erfahrung und Wissen gespeiste intellektuelle Urteilsfähigkeit zu verstehen. Dem entspricht Kondylis’ gesamtes Werk: Seine systematische und große Materialmassen bewältigende Durchdringung der Geschichte stellt das Rüstzeug bereit, die gegenwärtige Lage und das Potential künftiger Lageentwicklungen zu beurteilen. Frucht dieses politischen Denkens sind Kondylis’ zu einem Band zusammengefaßte Aufsätze über Das Politische im 20. Jahrhundert (2001), besonders aber seine Studie über die »Planetarische Politik nach dem Kalten Krieg«. Hier wird eine Zukunft »als Form und Möglichkeit, nicht als Inhalt und Ereignis erkennbar«, in der globalisierte Verteilungskämpfe »das erschütterndste und tragischste Zeitalter in der Geschichte der Menschheit« jenseits aller Utopien erwarten lassen.

Schriften: Die Entstehung der Dialektik. Eine Analyse der geistigen Entwicklung von Hölderlin, Schelling und Hegel bis 1802, Stuttgart 1979; Die Aufklärung im Rahmen des neuzeitlichen Rationalismus, Stuttgart 1981; Macht und Entscheidung. Die Herausbildung der Weltbilder und die Wertfrage, Stuttgart 1984; Konservativismus. Geschichtlicher Gehalt und Untergang, Stuttgart 1986; Marx und die griechische Antike. Zwei Studien, Heidelberg 1987; Theorie des Krieges. Clausewitz – Marx – Engels – Lenin, Stuttgart 1988; Die neuzeitliche Metaphysikkritik, Stuttgart 1990; Der Niedergang der bürgerlichen Denk- und Lebensform. Die liberale Moderne und die massendemokratische Postmoderne, Weinheim 1991; Planetarische Politik nach dem Kalten Krieg, Berlin 1992; Montesquieu und der Geist der Gesetze, Berlin 1996; Das Politische und der Mensch. Grundzüge der Sozialontologie, Bd. 1: Soziale Beziehung, Verstehen, Rationalität, aus dem Nachlaß hrsg. v. Falk Horst, Berlin 1999; Das Politische im 20. Jahrhundert. Von den Utopien zur Globalisierung, Heidelberg 2001; Machtfragen. Ausgewählte Beiträge zu Politik und Gesellschaft, Darmstadt 2006; Machiavelli, Berlin 2007.

Literatur: Jeroen Buve: Macht und Sein. Metaphysik als Kritik oder die Grenzen des Kondylischen Skepsis, Cuxhaven 1991; Falk Horst (Hrsg.): Panajotis Kondylis. Aufklärer ohne Mission, Berlin 2007; Adolph Przybyszewski: Autorenportrait Panajotis Kondylis, in: Sezession (2006), Heft 12.


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mercredi, 24 juillet 2013

Les deux types fondamentaux de collectivités

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Les deux types fondamentaux de collectivités

par Adolf Gasser*

Ex: http://www.horizons-et-debats.ch

L’existence des collectivités politiques – prenons-y bien garde – n’est concevable qu’en vertu de ce que nous nommerons un «principe ordinateur». Or, tout bien considéré, il n’existe que deux principes ordinateurs fondamentaux: celui de subordination et celui de coordination – ou, en d’autres termes: le principe d’administration impérative et celui d’administration autonome. Ou bien l’ordre social est obtenu par le moyen d’un appareil coercitif du mode autoritaire, ou bien il est fondé sur le droit de libre disposition du peuple. Dans le premier cas, la structure de l’Etat est imposée de haut en bas; dans le second, elle se détermine de bas en haut. Là, le principe ordinateur se résume dans l’habitude du commandement et de l’obéissance; ici, dans la volonté générale de libre coopération. A vrai dire, il a existé des Etats dans lesquels les deux principes ordinateurs semblaient être parvenus à s’harmoniser. Mais dans les formes hybrides de ce genre – l’histoire le démontre – le principe ordinateur primitif conserve toujours la prédominance.


Pour désigner les deux principes ordinateurs fondamentaux, on peut se servir de couples d’adjectifs antonymes tels que: dominatif – associatif; hiérarchique – fédératif; autoritaire – populaire. Désireux de nous servir selon l’opportunité soit de l’un, soit de l’autre de ces couples, nous tenons cependant à constater que l’antinomie domination – association est sans doute le contraste le plus important que connaissent la sociologie et l’histoire. L’antithèse Etat autoritaire – Etat populaire oppose, en effet, les notions politiques les plus graves qui soient, notions qui concernent les assises mêmes de toute collectivité humaine. Ces deux types de structure de l’Etat se différencient surtout sur le plan moral. Selon la prédominance de l’un ou de l’autre des principes ordinateurs, les Etats sont animés d’un esprit de coopération.


Il a existé jadis des corps politiques autoritaires, même en des espaces restreints et sous une forme très décentralisée. Telles furent les seigneuries féodales du Moyen Age. Un fait pourtant est notable: partout où l’esprit de domination vise à l’unification politique de vastes contrées, il a recours à la centralisation, obtenue par un appareil militaire et bureaucratique distinct du peuple. Chose bien connue, l’absolutisme a été, dans les provinces françaises, dans les principautés allemandes, dans les Etats mineurs de l’Italie fragmentée, le régime centralisateur qui absorba la féodalité et la dépassa. Depuis lors, le centralisme administratif est resté le destin de presque tous les Etats de l’Europe continentale. Jusqu’à aujourd’hui, c’est une bureaucratie impérative, imposé d’en haut, un fonctionnariat allochtone (venu d’ailleurs) qui, dans ces Etats, trancha péremptoirement les questions d’administration régionale et locale.


L’Etat associatif, lui, s’est toujours développé, cela est logique, en territoire peu étendu. C’est seulement dans la modeste unité spatiale de la commune que l’autonomie administrative a pu se développer, prospérer, s’affirmer. Le principe ordinateur associatif exerce toujours son action à partir de la commune populaire franche et armée, c’est-à-dire, dans un groupement subalterne autonome, net de tout appareil bureaucratique ou militaire impératif.


Fait intéressant à signaler, aucun Etat du type associatif n’a jamais pu se former autrement qu’à partir de ces collectivités populaires restreintes que sont les communes libres et capables de se défendre par les armes. Les démocraties d’ancienne tradition: nations scandinaves et anglo-saxonnes, Pays-Bas, Suisse, n’ont toléré à aucune époque que leurs communautés élémentaires fussent administrées sur le mode impératif ou par des fonctionnaires subalternes allochtones.

*    Ce texte est un extrait du livre «L’autonomie communale et la recon­struction de l’Europe – principes d’une interprétation éthique de l’histoire» Paris/Neuchâtel 1946, p 13sq.

lundi, 22 juillet 2013

CHARLES ROBIN ou "Le libéralisme comme volonté et comme représentation"

 

CHARLES ROBIN -  Le libéralisme comme volonté et comme représentation

CHARLES ROBIN ou "Le libéralisme comme volonté et comme représentation"

Pierre Le Vigan
Ex: http://metamag.fr
« L’une des confusions habituelles de l’extrême gauche contemporaine (…) réside dans cette idée que le libéralisme ne désignerait rien d’autre qu’un système d’organisation économique de la société (fondé sur la propriété privée des moyens de production et la liberté intégrale des échanges marchands), qui trouverait ses adeptes les plus enthousiasmes, en France, sur la rive droite de l’échiquier politique. » Or, ce qu’explique Charles Robin, dans la veine de Jean-Claude Michéa et de Dany-Robert Dufour, c’est qu’en fait, l’extension indéfinie de l’économie de marché, va obligatoirement avec une société de marché dont l’un des éléments essentiels est l’extension continue des « droits individuels », ces mêmes droits dont l’illimitation est soutenue résolument par l’extrême gauche.
 
La neutralité axiologique du libéralisme aboutit à ce que le seul critère de légitimité des actions sociales soit l’intérêt et la maximisation des satisfactions matérielles. La doctrine du droit naturel – qui seraient des droits qui tiennent à la nature même de l’homme - , qui fonde celle des droits de l’homme, postule l’auto-institution nécessaire et suffisante de la société- la fameuse « société civile » chère aux libéraux – et donc l’inanité de la recherche d’une « société bonne ». 
 
Le libéralisme prend les hommes comme ils sont, et il les prend même tels qu’ils sont, le pire. Dans la vision libérale, la société bonne, ou même seulement meilleure, ne peut avoir de place, non plus que l’idée de la nécessaire amélioration morale de l’homme, ou l’idée d’excellence morale, notamment par l’éducation, et par une élévation des idéaux mis en valeur ou portés en exemple. Les humanités sont ainsi naturellement appelées à disparaître dans une société libérale – et c’est bien ce que l’on observe. Le vrai législateur tout comme le vrai éducateur deviennent, en société libérale, le Marché et l’Argent. 

Tout comme Jean-Claude Michéa, Charles Robin insiste sur l’unité du libéralisme : il est économique et culturel. Il ne serait pas efficacement économique s’il n’était culturel. Etymologiquement, le commerce (neg-otium) c’est le contraire du loisir. Entendons le loisir au sens où il est liberté, ouverture à la contemplation, rendez-vous avec soi-même.
 
On le constate en pratique tous les jours : la société libérale distrait chacun mais empêche le vrai loisir, celui qui permet de prendre du recul en soi. Le libéralisme postule que la liberté consiste en fait dans la capacité de se déraciner continuellement. Charles Robin tout comme Jean-Claude Michéa fait remonter cette vision à Kant et à Rousseau. Elle est aujourd’hui parfaitement illustrée par Vincent Peillon pour qui « l’école doit dépouiller l’enfant de toutes ses attaches [pré-républicaines]».
 
Quoi de plus naturel, si l’homme est détaché de toutes attaches, en apesanteur, hors-sol, qu’il n’ait plus comme référence que le « souci de soi », vite devenu le « je ne me soucie que de moi ». L’inconvénient c’est notamment que le souci de soi d’hommes sans passé ne draine pas beaucoup de richesses humaines collectives.  Il arase les diversités. En effet, seul celui qui a des traditions peut comprendre celles des autres. C’est pourquoi la diversité de l’homme en apesanteur est réduite à peu de choses. C’est une diversité-alibi d’un aplatissement généralisé. L’Européen est réduit à un Blanc, l’Africain ou l’Antillais est réduit à un Noir (et même un « black »). Le Français est réduit à un citoyen de « la patrie des droits de l’homme » (rappelons que c’est le pays qui a inventé le génocide avec la Vendée). Cette réduction des authentiques différences se fait au nom de l’autonomie de l’individu mais au mépris du sens exact de ce principe qui ne signifie aucunement « faire sans les autres » ou « se passer des autres » mais choisir librement la règle que l’on se donne. C’est tout cela, et encore bien d’autres choses, que Charles Robin, de solide formation philosophique, nous donne à comprendre en un livre non seulement important mais essentiel.

vendredi, 28 juin 2013

Le désordre vertueux

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Le désordre vertueux

Ex: http://www.dedefensa.org/

24 juin 2013 – Parmi les pays que nous classons hors-bloc BAO, celui qui nous paraît à la fois le plus engagé, le plus actif, et, sans doute paradoxalement pour certains jugement, le plus solide, est la Russie. La Russie a un niveau économique acceptable, une puissance de sécurité considérable (jusqu’à l’arsenal nucléaire), une population qui a une immense expérience des temps difficiles après des périodes socio-politiques terrifiantes, qui est caractérisée par un patriotisme résilient que structure un mysticisme puissant avec une dimension religieuse, par un très fort sentiment d’appartenir à l’histoire, voire à la grande Histoire, enfin par une référence permanente aux principes, notamment par rapport à la politique générale du pays. (Nous nous sommes assez souvent exprimés sur la Russie, tant à propos de sa capacité de résistance à l’“agression douce“, qui s’attaque aux principes, qu'à propos de sa politique syrienne, essentiellement principielle.) La Russie représente pour nous le pays qui est le plus fortement, le plus dynamiquement antiSystème, et son socle intérieur puissant (patriotisme et dimension mystique) lui assure à notre sens une stabilité intérieure remarquable, contrairement à ce qui est en général pronostiqué à la bourse des perspectives-Système du bloc BAO. De ce point de vue, l’histoire autant que les conditions générales du pays font que son cadre structurel, fortement principiel, est extrêmement résistant, surtout dans une époque si dangereuse qui a pour effet l'avantage paradoxal pour la Russie de mobiliser les énergies.

Nous suivons donc avec attention l’évolution de la Russie, tant dans sa capacité de résistance à l’“agression douce“, qui s’attaque aux principes, que dans sa politique syrienne, essentiellement principielle et plutôt de nature offensive. Malgré cela et comme nous l'avons déjà suggéré, et avec beaucoup de regrets conjoncturels, nous ne lui donnons pas une chance, essentiellement sur un point précis qui est nécessairement le but implicite de sa politique, – quoique ses dirigeants assurent et conçoivent. Ce pays par essence antiSystème n’a pas la capacité, par la seule action politique, même si cette action est dominante et victorieuse, même si elle est suivie par d’autres, de donner des résultats approchant du décisif contre le Système (contre la politique-Système). Cela n’a rien à voir spécifiquement avec la seule Russie et tout avec le Système, contre qui rien n’est fait tant que le décisif n’est pas accompli, et contre qui aucune force terrestre constituée ne peut accomplir ce décisif-là à cause de la puissance hermétiquement inviolable dudit Système par cette voie... (Dans les citations suivantes, il va de soi qu’en citant par exemple les USA, nous parlons du Système et de rien de moins.)

• Le 22 avril 2013... «Observons qu’il s’agit là d’une approche rationnelle et ultra-réaliste, bien dans la manière de Poutine pour la forme diversifiée de sa politique. La Russie développe une politique appuyée d’une part sur des principes intangibles [...] d’autre part sur une tactique flexible... [...] L’entêtement russe est proverbial et sans doute admirable mais n'est qu'humain et armé de la seule logique ; il est loin, très loin d’être dit qu’il sera suffisant face au phénomène du nihilisme par déstructuration et dissolution de l’action des USA, et à la constante puissance de la politique-Système qui anime le tout...»

• Le 5 juin 2013 : «Il est effectivement acquis, comme un premier fait objectif à leur avantage, que les Russes sont les maîtres du jeu, qu’ils sont désormais considérés comme les principaux acteurs dans la région ; mais le désordre général dans la région est un autre fait objectif très puissant sinon désormais structurel, qui échappe à leur maîtrise comme il échapperait en fait à quelque maîtrise humaine que ce soit.»

Dans l’actualité courante, on sait également que les événements de Turquie ont pris une place importante. Ils ne cessent pas (voir Russia Today le 22 juin 2013), montrant une résilience significative malgré des mesures constantes de dispersion de la part du gouvernement Erdogan. Nous avons déjà traité cette question à deux reprises (le 3 juin 2013 et le 10 juin 2013). Notre analyse est bien qu’Erdogan, avec sa “politique syrienne”, s’est délégitimé, après avoir assuré un gouvernement brillant jusqu’en 2011, fondé sur le respect des principes tels que la souveraineté, lui assurant une forte position antiSystème. Sa politique syrienne a renversé tout cela. Étant passé de facto dans le camp du Système à cause de cette politique syrienne, il a installé les conditions pour que le malaise général qui affecte tous les pays et toutes les situations se transforment en situation de désordre. (N.B. : peut-être est-il en train de changer ?)

• Le 3 juin 2013 : «Notre conviction est que cet aspect puissant de l’évolution turque et de l’évolution d’Erdogan joue un rôle fondamental dans la crise actuelle, où aspects intérieur et extérieur se mélangent pour organiser la perception d’un dirigeant politique légitime perverti dans la délégitimation, et instituer un jugement de condamnation que nourrit la psychologie ainsi orientée. C’est bien la dissolution puis l’entropisation de la légitimité d’Erdogan qui assurait son autorité, qui ont conduit par contraste à l’affirmation d’un autoritarisme illégitime, qui alimente la revendication et la colère populaires. [...] L’on voit donc que la crise turque, puisque crise il y a finalement, rejoint la cohorte des autres crises rassemblées et exacerbées par l’“insaisissable guerre syrienne”, comme une des expressions de la crise haute et, plus généralement, de la crise d’effondrement du Système...»

• Le 10 juin 2013 : «Adressées le 4 juin, le lendemain d’une chute de 10,5% de la bourse d’Ankara, à une assemblée de l’Association des Investisseurs Internationaux en Turquie, ces paroles du président Gül se voulaient ironiques et rassurantes à la fois… “Two years ago in London, cars were burned and shops were looted because of similar reasons. During revolts in Spain due to the economic crisis, people filled the squares. The Occupy Wall Street movement continued for months in the United States. What happens in Turkey is similar to these countries…”

»Tout cela est au fond très juste et particulièrement révélateur mais nous nous demandons avec un certain scepticisme et même un scepticisme certain s’il faut y voir de quoi rassurer les investisseurs d’un système en déroute erratique et chaotique. Qu’il l’ait réalisé ou pas, Gül signifiait à ses auditeurs que la Turquie est entrée en part très active dans la grande crise d’effondrement du Système, et l’on peut penser qu’il y a des nouvelles plus rassurantes que celle-là pour les investisseurs qui ont nécessairement partie liée avec le Système. Voilà donc la grande nouvelle, – “la Turquie entrée en part très active dans la grande crise d’effondrement du Système”. C’est bien entendu le principal enseignement de la crise turque, le seul qui vaille d’être reconnu et retenu à partir de notre posture d’inconnaissance, Erdogan ou pas, manœuvres américanistes et finaudes ou pas...»

Aujourd’hui, nous passons au Brésil, qui connaît depuis presque deux semaines des agitations sans précédent, drainant des foules énormes qui se décomptent par millions. La protestation s’appuie sur un argument en apparence mineur, qui est passé au second plan (l’augmentation des tarifs des transports en commun, mesure sur laquelle la présidente Rousseff est revenue), et sur un argument complètement inattendu : les dépenses considérables faites par le Brésil pour préparer la Coupe du Monde de football de 2014, alors que la population connaît une détresse considérable. Dans ce pays qui constitue évidemment le temple de l’adoration du football, cette réaction est tout aussi évidemment une surprise considérable. Même le roi-Pelé , la gloire nationale par excellence (mais recyclée-Système  : «[T]he superstar turned MasterCard ambassador»), est en train de perdre son auréole... (Voir le Guardian du 21 juin 2013.)

«More than a million people took to the streets on Thursday night in at least 80 cities in a rising wave of protest that has coincided with the Confederations Cup. This Fifa event was supposed to be a dry run for players and organisers before next year's finals, but it is police and protesters who are getting the most practice... [...]

»But the mega-event has been the lightning conductor. Many protesters are furious that the government is spending 31bn reals (£9bn) to set the stage for a one-time global tournament, while it has failed to address everyday problems closer to home. “I'm here to fight corruption and the expense of the World Cup,” said Nelber Bonifcacio, an unemployed teacher who was among the vast crowds in Rio on Thursday. “I like football, but Brazil has spent all that money on the event when we don't have good public education, healthcare or infrastructure.”

»It was all very different in 2007 when Brazil was awarded the tournament. Back then, crowds in Rio erupted with joy and Ricardo Teixeira, president of the Brazilian Football Confederation, was hailed as he said: “We are a civilised nation, a nation that is going through an excellent phase, and we have got everything prepared to receive adequately the honour to organise an excellent World Cup.” In the outside world, few doubted the wisdom of the decision. Football belonged in Brazil. In the home of carnival and samba, it would be a party like no other.

»But euphoria has steadily faded as preparations for 2014 have drawn attention to the persistent ills of corruption, cronyism, inequality and public insecurity. Those who appeared to have the Midas touch in 2007 now seem cursed. Teixeira was forced to resign last year amid accusations of bribery. Former president Luiz Inácio Lula da Silva has been tainted by revelations of massive vote-buying by the ruling Workers party. Fifa too is mired in a series of corruption scandals that have led to the resignations of several senior executives.

»The renovation and construction of most of the 12 World Cup stadiums has been late and over budget. Several have been pilloried as white elephants because they are being built in cities with minor teams. The new £325m Mane Garrincha stadium in Brasília – which hosted the opening game of the Confederations Cup – has a capacity of 70,000, but the capital's teams rarely attract more than a few hundred fans.»

Les soubresauts de la crise d'effondrement du Système

Si nous avons mis ces trois pays en parallèle, alors que leurs situations sont apparemment différentes ou très différentes, c’est d’abord parce qu’ils appartiennent à une même catégorie. On pourrait dire, pour simplifier, des pays du type-BRICS ; certes, la Turquie n’en fait pas partie, mais elle constitue un modèle de pays qui correspond parfaitement au BRICS, et il fut à un moment question de son adhésion, comme il y a par ailleurs une plus grande proximité entre la Turquie et l’OCS, ou Organisation de Coopération de Shanghai (voir le 2 mai 2013), qui est un organisme d’esprit et de situation assez similaires au BRICS. (Deux membres du BRICS, la Russie et la Chine, font partie de l’OCS, et un troisième, l’Inde, y a le statut officiel d’“observateur” qui lui permet d’assister statutairement à toutes les réunions de l’OCS.)

... En rapprochant ces trois pays, après avoir rapidement survolé leurs situations et souligné les différences de ces situations, nous voulons justement ne tenir aucun compte de ces différences, qui sont celles de leurs situations spécifiques, pour conclure à une sorte d’unité de situation générale. (Au contraire, pour voir des analyses dans ce sens que nous rejetons complètement, on peut parcourir la presse en général en allant par exemple de WSWS.org, le 22 juin 2013, à Marianne.net, le 22 juin 2013. On y retrouvera l’atmosphère de la lutte des classes des années 1950-1970 ou bien l’atmosphère du débat sur l’immigration et l’islamisme à partir des années 1980-1990.)

Nous refusons en effet absolument le traitement spécifique de ces situations, qui est l’aliment évident du réductionnisme par quoi l’on évite d’aller au cœur du seul problème qui compte dans notre temps. Plus encore, nous estimons que ce que nous avons déterminé comme la “sorte d’unité de situation générale” de ces trois pays qui font partie d’un groupe spécifique qu’on juge plus ou moins, selon les circonstances et malgré les accidents (Turquie), de tendance antiSystème, ne doit en aucun cas être séparé de la situation générale des pays du bloc BAO telle que nous l’observons depuis au moins 2008. (Cette situation spécifique des pays du bloc BAO étant faite de protestations sporadiques de la population, sans aucune organisation oppositionnelle, donc sans offre d’alternative ; de directions politiques discréditées et impuissantes ; d’une politique générale favorisant tous les centres-Système de pouvoir, instaurant une politique de surveillance systématique de la population, etc. ; bref d’une instabilité grandissante et d’une crise générale en constante aggravation à mesure que les autorités-Système affirment lutter avec succès contre l’instabilité et la crise.)

Nous devons ajouter bien entendu que ces pays, qu’on juge effectivement plutôt de tendance antiSystème, sont nécessairement soumis au Système, ou dans tous les cas intégrés dans le Système, dans le chef des aspects financier, économique et social (avec une certaine réserve mais tout de même nullement décisive pour la Russie, dont l’exécutif fort, la tradition étatiste affirmée, etc., limitent certains aspects de la pénétration-Système aux niveau financier, économique et social). Cela implique pour ces pays plus ou moins antiSystème les maux habituels engendrés par le schéma capitaliste, et surtout de notre capitalisme-turbo actuel, de l’austérité aux restrictions de l’aide sociale, des spasmes de développement à la destruction de l’environnement, de l’accroissement de l’inégalité à la corruption, etc. Le schéma capitaliste, absolument déstructurant et dissolvant, est évidemment aussi destructeur, sinon plus dans ce type de pays, et il est universel puisqu’émanant directement du Système. Les autres pays peu ou prou dans la même catégorie, qui ne sont pas cités ici parce qu’ils ne sont pas dans l’actualité ou qu’ils ont un rôle moins affirmé que les trois cités, sont dans la même situation, – la Chine notamment, certes. La cause en est évidemment, selon notre point de vue fondamental, que le Système est “la source de toutes choses” selon les seules normes effectivement en cours dans notre “contre-civilisation” aujourd’hui, ce que nous rappelons systématiquement. Rien de construit, d’efficace à l’échelle de l’organisation d’une nation, ou d’un groupe de nations, ne peut se faire hors du Système, et par conséquent hors de ses règles... Quelques rappels à cet égard, pour affiner la définition et mieux définir la situation, avec citations de deux textes éloignés de deux ans, – où l’on voit, signe de l’affirmation et de l’approfondissement de notre point de vue, qu’“un système” est devenu “le Système” majusculé et exclusif.

• Le 10 septembre 2010 : «D’autre part, ce qui nous invite à procéder de la sorte est le constat que nous avançons sans la moindre hésitation que la manifestation fondamentale de cette civilisation arrivée au point où elle se trouve, se fait sous la forme d’un “système” extrêmement élaboré et complexe, dont nous parlons souvent et qui est le principal objet de notre étude. Ce “système” a l’unicité, la puissance, l’universalité qui en font la source de toutes choses dans le chef d’une civilisation dont on peut dire qu’elle est une “contre-civilisation” »)

• Le 29 septembre 2012 : «Le Système est complètement fermé… Il est hermétique, selon cette définition de base que nous offrions le 20 mai 2011 : “Le Système qui régit le monde aujourd’hui est […] dans une situation de surpuissance extraordinaire, une situation de surpuissance que nous qualifierions d’hermétique dans le sens où cette situation est bouclée et inexpugnable… […] Lorsque nous disons que le Système est hermétique, nous soulignons par là que sa surpuissance s’exprime dans les deux voies essentielles de la puissance aujourd’hui. Il y a d’une part la puissance brute du système du technologisme, qui est si grande que rien ne peut être fait de structurant qui ne passe par les outils de cette puissance que contrôle, voire qu’engendre le Système, comme seule source de puissance matérielle et technique dans le monde. Il y a d’autre part la puissance d’influence du système de la communication, qui détermine la perception unique, et donc l’état de la psychologie. Cette formule idéale détermine l’hermétisme du Système, qui fait que rien n’est possible hors du Système.” L’hermétisme du Système est donc d’abord l’hermétisme du au souffle de sa surpuissance qui vous cloue sur place, qui fixe les moyens de son hermétisme autour de lui, comme une centrifugeuse créant une atmosphère qui lui est propre et séparant hermétiquement son monde des autres, et réduisant à néant toutes les tentatives antiSystème élaborées, rationnelles, construites à l’intérieur du Système lui-même, en utilisant nécessairement certaines de ses normes...»

Ainsi, lorsque nous parlons d’actions ou de collectivités, de nations, etc., antiSystème, il est entendu que nous parlons d’entités qui sont à l’intérieur du Système mais qui, pour une raison ou l’autre, par tel moyen ou tel autre, parviennent à exercer une action antiSystème de l’intérieur du Système. Cela rejoint d’ailleurs notre appréciation principale du phénomène antiSystème, qui est d’une logique évidente, qui est que le système antiSystème ne peut s’organiser qu’en fonction du Système puisque tout est dans le Système. D’une façon générale, également, son action, que nous qualifions évidemment de “Résistance”, est impuissante en elle-même, en tant que telle, et elle acquiert au contraire toute son efficacité essentiellement en “jouant avec le Système” ; c’est-à-dire, en retournant contre lui la force du Système, notamment pour éventuellement exacerber son processus de surpuissance et accélérer prodigieusement sa transmutation en processus d’autodestruction.

(Voir par exemple le 2 juillet 2012 : «L’intérêt de la résistance est moins de détruire, ou d’espérer détruire le Système, que de contribuer à l’accélération et au renforcement de son autodestruction. [...] L’opérationnalité de la résistance antiSystème se concentre naturellement dans l’application du principe fameux, et lui-même naturel, de l’art martial japonais aïkido : “retourner la force de l'ennemi contre lui...”, – et même, plus encore pour notre cas, “aider la force de cet ennemi à se retourner naturellement contre lui-même”, parce qu’il est entendu, selon le principe d’autodestruction, qu’il s’agit d’un mouvement “naturel”.»)

Ainsi nous trouvons-nous, dans les trois cas évoqués, et malgré les différences parfois considérables entre ces trois cas, dans une même situation paradoxale et contradictoire. Ce n’est pas une surprise puisque, lorsqu’il s’agit du Système, de ses spasmes et de ses convulsions, nous sommes absolument dans une situation qui ne peut se définir que par le paradoxe et la contradiction. D’un côté, on peut juger dommageable que des pays qui semblent plus ou moins d’orientation antiSystème se trouvent confrontés à des troubles intérieurs (certains le regrettent tant qu’ils insinuent que la main de la CIA se trouve pour une part non négligeable dans les troubles au Brésil, – ce qui peut se concevoir, certes, mais pour partie et sans action fondatrice, selon la “doctrine” dite du “prendre le train en marche”, comme éventuellement, pour ce qui est de la “doctrine”, dans le cas turc pour ceux qui restent favorables à Erdogan). Au pire et dans le meilleur des cas pour notre conception, on peut juger dommageable qu’un pays nettement d’orientation antiSystème (la Russie) ne puisse espérer (selon nous) pousser sa politique pourtant brillante et surtout principielle jusqu’à une issue antiSystème achevée. Mais ce jugement conjoncturel est infondé sur le fond, puisque l’action de la Russie exacerbe effectivement la surpuissance du Système et la transmue presque simultanément en processus d'autodestruction (l’exemple de la Syrie est évident).

D’un autre côté, ces pays étant tout de même dans le Système, parce qu’il ne peut en être autrement, leurs troubles affectent le Système qui est un ensemble absolument universel, hermétique, fondé sur une intégration absolue et totalitaire de toutes les forces existantes. Le Système ayant comme objectif l’équation dd&e (déstructuration, dissolution & entropisation), son but est l’entropisation de tout ce qui figure en son sein, c’est-à-dire tout ce qui figure dans cette “contre-civilisation” complètement globalisée et à laquelle rien d’humain, ni rien de la nature des choses et du monde, ni rien de structurant finalement, ne doit pouvoir échapper dans son chef. Par conséquent, les parties de ce tout qui connaissent des troubles interférant sur la bonne marche de l’objectif dd&e vers l’entropisation, constituent un grave problème, voire un revers pour le Système. Par conséquent, ce qu’on pourrait interpréter comme des événements satisfaisant le Système puisque touchant des pays antiSystème, – notamment les troubles en Turquie et au Brésil, la position de la Russie qui semblerait susciter des forces à l’intérieur de ce pays conduisant à la mise à l’index de ce pays, dans tous les cas par rapport au bloc BAO, – tout cela constitue en réalité des préoccupations majeures pour le Système par définition, par rapport au fonctionnement des processus de globalisation. Même si la politique du Brésil, type-BRICS, est perçue avec une certaine hostilité par le Système, les troubles au Brésil le sont encore plus et conduisent le Système à souhaiter finalement que le gouvernement brésilien rétablisse le calme (éventuellement, ce serait encore mieux, en modifiant sa politique dans un sens pro-Système). Même si la politique de Poutine, notamment syrienne, est perçue avec une hostilité considérable par le Système, la Russie est tout de même nécessairement perçue comme faisant partie du Système évidemment, et tout est fait pour affirmer que la Russie évolue pour se rapprocher du bloc BAO, et tout le monde, du président-poire Hollande au Premier ministre Cameron, répète régulièrement que la Russie va être bientôt “des nôtres”. Leur sottise conjoncturelle à cet égard, – concernant la vérité des événements en cours, – répond de leur complète loyauté au Système reflétant l’emprise-Système sur leurs psychologies absolument épuisées et dévastées.

Pour prendre une référence évidente, par rapport à ce que l’on a nommé le “printemps arabe”, où l’enjeu paraissait clair face à des dirigeants-Système avérés jusqu’à la caricature grotesque, le cas présent est très différent. Les dirigeants de ces pays ne sont pas irrémédiablement des dirigeants-Système, tant s’en faut, et même pas du tout pour certains. Ils sont eux-mêmes coincés entre paradoxe et contradiction. La Brésilienne Rousseff, venue de la gauche extrême, après des années de prison et de torture de la part des militaires brésiliens commandités par la CIA, est au fond en bonne partie du côté des foules en colère. Elle ne manque pas de le dire, d’ailleurs, ce qui ne manque pas de donner un sel surréaliste à la situation. Elle lâche le plus qu’elle peut mais, arrivée à un certain point, se trouve bloquée par les sommes en jeu, les investissements, les programmes colossaux engagés pour la Coupe du Monde. Même les Russes, même un Poutine, rencontrent des limitations, bien qu’ils soient, avec l’appui de la puissance et de l’essence historique et fondée sur la Tradition de la Russie, les plus en avant dans l’audace antiSystème, presque jusqu’au défi et au mépris. Ces limitations sont celles du Système dont ils sont malgré tout partie prenante, en partie certes, dont ils ne peuvent pas ne pas tenir compte.

Ainsi en est-il de leur position dans ces pays à la fois antiSystème et dans le Système. Finalement, cette position n’est pas originale même si elles se distingue par les politiques affichées telles qu’on les a détaillées. De façon plus générale on dira que cette position, à des degrés d’intensité très différents, est finalement universellement partagée, dans tous les pays et dans tous les continents dominés nécessairement par le Système, mais où des explosions et des projets antiSystème, très visibles ou à peine identifiés, apparaissent tout aussi nécessairement, de plus en plus souvent à mesure de la dégradation du Système, de la surpuissance à l’autodestruction. Même les pays les plus totalement entités-Système, dans le bloc BAO nécessairement, sont néanmoins, également, prisonniers du Système, et laissent échapper ici et là des manifestations antiSystème  ; les USA, on le sait bien assez, n’y échappent pas. Nous sommes dans un univers total où une bataille totale est en cours, mélangeant les uns et les autres, transcendant toutes les lignes conventionnelles, balayant toutes les étiquettes, à la mesure de la puissance extraordinaire du Système (surpuissance) et de sa crise d’d’effondrement (autodestruction). Simplement, on observera que l’épisode actuel, que nous analysons ici, avec les positions qu’on a dites, différant notamment du “printemps arabe”, marque une étape de plus, et éventuellement une avancée, dans la bataille autour du Système. Quoi qu’on fasse dans le sens des analyses spécifiques et réductionnistes, l’essentiel et l’unique chose qui compte est qu’il s’agit d’une bataille contre le Système, partout et de toutes les façons.

Il est donc impératif de considérer ces troubles pour ce qu’ils sont en vérité, comme reflet de l’infiniment complexe opérationnalité de la situation, et reflet de la terrible et bouleversante simplicité de la vérité de la situation. Les crises ou incertitudes dans les pays et groupes de pays auxquels on vient de s’intéresser, qui se retrouvent partout ailleurs sous des formes nécessairement différentes, sont accessoires dans leur signification pour tous ces pays et groupes de pays même si elles apportent un poids terrible de troubles, une quantité énorme de malheurs et de souffrances. Le fait est que tout cela marque d’abord, on serait presque tenté d’écrire exclusivement, les soubresauts terribles de la crise d’effondrement du Système.

vendredi, 14 juin 2013

Classical Liberalism’s Impossible Dream

Classical Liberalism’s Impossible Drea

By Robert Higgs

Ex: http://www.attackthesystem.com/

I can understand why someone might embrace classical liberalism. I did so myself more than forty years ago. People become classical liberals for two main reasons, which are interrelated: first, because they come to understand that free markets “work” better than government-controlled economic systems in providing prosperity and domestic peace; second, because people come to believe that they may justifiably claim (along more or less Lockean lines) rights to life, liberty, and property. These two reasons are interrelated because the Lockean rights provide the foundation required for free markets to exist and operate properly.

 

Like Locke, classical liberals recognize that some persons may violate others’ rights to life, liberty, and property and that some means of defending these rights adequately must be employed. On this basis they accept government (as we know it), but only with the proviso that the government must be limited to protecting people against force and fraud that would unjustly deprive them of life, liberty, and property. They believe that government (as we know it) can perform these functions, whereas private individuals without such government would be at the mercy of predators and hence that their lives would be, as Hobbes supposed, solitary, poor, nasty, brutish, and short. Nobody wants that.

So, to repeat, I can understand why someone might become a classical liberal. However, as the years have passed, I have had increasing difficulty in understanding why someone would remain a classical liberal, rather than making the further move to embrace genuine self-government in place of the classical liberal’s objective, “limited government.” My difficulty arises not so much from a dissatisfaction with government’s being charged with protecting the citizens from force and fraud, but from a growing conviction that government (as we know it) does not, on balance, actually carry out these tasks and, worse, that it does not even try to carry them out except in a desultory and insincere way—indeed, as a ruse.

Truth be told, government as we know it never did and never will confine itself to protecting citizens from force and fraud. In fact, such government is itself the worst violator of people’s just rights to life, liberty, and property. For every murder or assault the government prevents, it commits a hundred. For every private property right it protects, it violates a thousand. Although it purports to suppress and punish fraud, the government itself is a fraud writ large—an enormous engine of plunder, abuse, and mayhem, all sanctified by its own “laws” that redefine its crimes as mere government activities—a racket protected from true justice by its own judges and its legions of hired killers and thugs.

Confronted with these horrors, the classical liberal takes a deep breath and resolves to seek “reforms” of government’s “misguided” and “counter-productive” actions and policies. However, the dedicated classical liberal steadfastly refuses to recognize that such government’s actions are anything but misguided; indeed, the government acts to attain its true objectives ever so directly, and it quickly discontinues anything that fails to enrich and empower its own leaders and their key cronies in the so-called private sector (which is something of a myth, given the government’s pervasive interference in it). The government’s actions and programs are not at all “counter-productive,” once we recognize that its declared objective of serving the general public interest was never meant to do anything but serve as a smokescreen for its robbing and bullying the general public. What economists and others call “government failure” is nothing of the sort, but only a failure to do what in reality the government’s movers and shakers never had the slightest intention of doing in the first place.

In sum, the classical liberal who, in the face of these realities, clings to the myth of Lockean limited government would seem to be a person irrationally devoted to sheer wishful thinking. Dreams have their place in human life, no doubt, but the dream of a government (as we know it) that confines itself to its Lockean functions and stays so confined is a dream that never was and never can be realized. At some point, people must open their eyes to this emperor’s nakedness—and, indeed, to the emperor’s viciousness, brutality, and utter, systematic injustice. Otherwise, classical liberals do little more than provide objects of amusement for the cynical men and woman who control the government and employ its powers in the service of their own aggrandizement and aggressive caprice.

 

Addendum: When I speak of “government (as we know it),” I mean government as it now exists virtually everywhere and as it has existed in many places for thousands of years—a government that claims a monopoly of legitimate force in a certain territory and does not rest on the explicit, individual, voluntary consent of every adult subject to its authority. I contrast this type of government with “genuine self-government,” which does have the explicit, individual, voluntary consent of every adult subject to its authority.

jeudi, 13 juin 2013

P. Gottfried: My Meetings with Herbert Marcuse

Encountering the Left:

My Meetings with Herbert Marcuse

Paul Gottfried

dimanche, 09 juin 2013

Pour une critique populiste de la gauche

Pour une critique populiste de la gauche Entretien avec Pierre Le Vigan

mercredi, 05 juin 2013

La dérive totalitaire de la démocratie

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La dérive totalitaire de la démocratie

Une dérive nationale et mondiale


Pierre Le Vigan
Ex: http://metamag.fr/
Tout semble opposer la démocratie et le totalitarisme. L’association des deux termes parait un oxymore. Il n’en est pourtant rien. Le visage actuel de la démocratie n’a plus beaucoup de rapport avec l’idéal des Grecs se voulant des hommes libres. La démocratie est le règne de la loi. Mais chez les Grecs il y avait quelque chose au-dessus de la loi. « Etre Grec disait Tyndare dans l’Oreste d’Euripide, c’est ne pas vouloir être au-dessus des lois. » La souveraineté des lois, chez les Grecs, cela voulait dire, explique Michel de Jaeghere, « la soumission de la volonté générale, de la majorité des citoyens, à des lois considérées comme d’origine divine parce qu’elles étaient le reflet même de la nature humaine, ou qu’elles avaient été transmises par la tradition, ou qu’elles étaient conformes à la raison. » 
 
Rien au dessus de la loi ? 

La démocratie moderne postule que rien n’est au-dessus de la loi. Le sénateur socialiste Jean-Pierre Michel résume ainsi cette position : « Ce qui est juste, c’est ce que dit la loi, c’est tout ! Et la loi, elle ne se réfère pas à un ordre naturel, elle se réfère à un rapport de force à un moment donné. » Cette conception, il la qualifie de marxiste, ce qui prouve son inculture. Il convient plutôt de la qualifier de vitaliste, darwiniste et ultra-libérale. Dans cette perspective, la loi est légitime parce qu’elle procède de la volonté générale, à condition toutefois que cette volonté générale s’exprime dans des formes procédurales précises, telles l’élection de représentants, excluant de consulter directement le peuple. A ce stade, ce qui est majoritaire sans passer par les procédures démocratiques est qualifié de « populiste », et est donc disqualifié, ce mot flou recouvrant une mise au ban du « cercle de la raison ».
 
Forcer les peuples à « être libre »

Comment en est-on arrivé là ? Au nom d’un contrat social forçant les peuples «  à être libre » (Rousseau) on a supprimé les « petites républiques » (Augustin Thierry) qu’étaient les corporations. Dans le même temps, l’art de l’économie qui consistait à « tenir sa maison » a été remplacé par la chrématistique, l’accumulation de l’argent pour l’argent. La démocratie moderne étant avant tout procédurale, celui qui maitrise la procédure a le pouvoir alors que l’on constate que « le suffrage universel est manipulé par des lois électorales plus ou moins scélérates selon les périodes » (Philippe Conrad). L’atomisation de la société voulue par le libéralisme fait le reste : elle achève de rendre la démocratie introuvable. Il ne reste qu’une « foule innombrable d’hommes semblables et égaux » (Tocqueville)  revendiquent leur plaisir et le soutien de l’Etat qui « comprime, énerve, éteint, hébète ». (encore Tocqueville).
 
La dérive de la démocratie n’est pas seulement nationale. Le président américain Woodrow Wilson développe une doctrine consistant à obliger les peuples à devenir « libres » c’est-à-dire à adopter les mœurs et la conception de la liberté de la démocratie américaine, et à s’inféoder à la politique internationale etatsunienne.
  
La liberté de la rivière non canalisée

Au plan intérieur, la démocratie devient ce que Maxence Hecquard appelle justement à propos des conceptions de Hobbes « la liberté de la rivière non canalisée ». Longtemps, l’Eglise s’est opposée à la démocratie. Elle s’y est finalement ralliée en défendant la notion de « droits de la personne ». – et non exactement de « droits de l’homme ».  Ce n’est que très récemment, avec Benoist XVI, qu’elle a reconnu la notion de souveraineté populaire, à l’encontre de la notion de royauté sociale (au sens de « sur la société ») de Jésus-Christ, et donc de la doctrine du Christ-Roi, élaborée par Pie XI en 1935 (encyclique Quas Primas).
 
L’Eglise continue toutefois d’affirmer que cette souveraineté populaire ne saurait s’exprimer sans limites, des limites qui sont les droits de la personne. Il reste que si le fondement des lois ne peut être que la Loi divine et non la volonté du peuple, il reste une forme d’incompatibilité entre catholicisme et ce qu’il faudrait appeler le démocratisme, c’est-à-dire l’idée d’une extension indéfinie des droits, en d’autres termes  l’hubris de la démocratie. Michel de Jaeghere ne dit pas autre chose quand il écrit que l’Eglise « reste ferme sur sa condamnation du principe fondamental de la démocratie moderne, à savoir que la loi est l’expression de la volonté générale, indépendamment de la loi de Dieu, de la loi naturelle, de l’ordre du monde et du vrai bien commun. » 
 
Le ralliement de l’Etat à l’idéologie individualiste

Dans les démocraties modernes, les droits de l’individu finissent par devenir le contraire des droits de la personne. A la suite des totalitarismes et de la Seconde Guerre mondiale, l’individualisme a fait l’objet d’une promotion le présentant comme le meilleur antidote aux totalitarismes. Cela se manifeste de plus en plus clairement au cours de période de « modernisation » des mœurs, accompagnant l’essor économique et la société de consommation, qui prend place dans les années soixante et se prolonge ensuite. C’est ce que  Henri Mendras a appelé la « seconde Révolution française. » Cela s’est traduit par le développement de la consommation, la généralisation de l’hédonisme et le délitement des liens communautaires : fin de la famille élargie ainsi réduite au couple avec un ou deux enfants, fin des attaches religieuses, corporatives, syndicales, etc. « Les années Giscard, note l’historien Martin Dauch, marquèrent le ralliement définitif de l’Etat à l’idéologie individualiste. » Jean-Pierre Le Goff, Jean-Claude Michéa, Michel Clouscard  ont analysé ce basculement du libéralisme vers un triomphe sociétal, et pas seulement économique, l’un étant le moyen de renforcer l’autre. 
 
Le libéralisme-libertaire réussit le paradoxe de n’être pas un régime autoritaire tout en se rapprochant d’un totalitarisme de type nouveau. Ceci mérite quelques explications. Le triomphe de l’individualisme consumériste  comme antidote au totalitarisme est l’effet du succès médiatique de la « pensée antitotalitaire » des « nouveaux philosophes » des années 70. Le paradoxe se dénoue à l’analyse : en effet, si les totalitarismes des années 20 et 30 ont exalté les rassemblements de masse, ils l’ont fait au nom de l’homme : l’homme de la société sans classe pour le communisme, l’homme allemand ou aryen pour le national-socialisme. L’universitaire catholique Anton Hilckman l’avait parfaitement vu dès les années trente. Dès lors, à la question, « Comment peut-il y avoir individualisme et nouveau totalitarisme ? » on doit répondre en essayant de comprendre les éléments de continuité. Ceux-ci sont  la dépersonnalisation, la société publicitaire, l’égocentrisme (nationaliste dans les années trente, individuel maintenant), la massification (militariste dans les années trente, consumériste maintenant).
 
Des totalitarismes durs aux totalitarismes liquides

Ainsi, après l’ère des totalitarismes durs est venu l’ère des totalitarismes plastiques, liquides (Zygmunt Bauman), qui s’introduit dans tous les interstices sociaux. Sans morale commune, il ne reste comme régulateurs sociaux que le Marché et le Droit. C’est pourquoi l’individualisme libéral – loin d’en être l’antidote – accomplit au contraire le totalitarisme (Augusto Del Noce). Il en est l’autre face. « On renverse ainsi la perspective : l’individualisme libéral n’est pas une ébauche de totalitarisme, il est le totalitarisme porté à sa perfection. Augusto Del Noce montre que l’époque de la sécularisation se décompose en une époque sacrée (c’est celle des religions séculières nazies et communistes) et une époque profane (la nôtre, qu’il fait débuter symboliquement à la mort de Staline). 
 
Selon Del Noce, la société opulente va beaucoup plus loin que la société nazie ou communiste dans le relativisme et  l’irréligion. Les totalitarismes gardaient une nostalgie de l’unité des hommes et s’attachaient à bâtir une autre réalité. Ils le faisaient d’une façon perverse, mais rejoignaient ainsi des aspirations profondes de l’âme humaine. La démocratie libérale fait « mieux » : elle conduit à l’extinction de ses aspirations et elle parvient ainsi à en finir de manière beaucoup plus radicale avec le sacré et la transcendance. L’on pourrait dire que le vice ne rend plus aucun hommage à la vertu. » explique Martin Dauch qui remarque que « les effets désastreux de l’individualisme sont présentés comme autant de motifs pour l’étendre davantage, pour en finir avec ce qui brime encore les individus. »
 
Rivaliser de singularité

L’affirmation de soi sans référent moral et collectif multiplie la tyrannie des désirs et la dissension sociale. Ce processus remonte à la fin du Moyen-Age. Le culte de l’enrichissement (Antoine de Montchretien, Calvin puis Adam Smith), l’idée que la nature est inépuisable (Jean-Baptiste Say, David Ricardo), le mimétisme social (Gabriel de Tarde, Joseph Schumpeter, Daniel Bell) sont les étapes qui ont amené l’homme à se croire le centre du monde et à vouloir rivaliser de singularité. Chacun exige alors de la société une reconnaissance de sa « petite différence », qu’elle concerne la religion, l’orientation sexuelle, un handicap, une origine, etc. Le mètre étalon de tout devient la conscience individuelle. « Conscience ! Conscience ! Instinct divin, immortelle et céleste voix ; guide assuré d’un être ignorant et borné, mais intelligent et libre ; juge infaillible du bien et du mal, qui rends l’homme semblable à Dieu, c’est toi qui fais l’excellence de sa nature et la moralité de ses actions ; sans toi je ne sens rien en moi qui m’élève au-dessus des bêtes, que le triste privilège de m’égarer d’erreurs en erreurs à l’aide d’un entendement sans règle et d’une raison sans principe. » s’exclame Rousseau (Emile ou de l’éducation, livre IV). 
 
A partir de là, rien de collectif, de transmis, de venu d’en-haut ne donne plus sens. Valérie Pécresse, ancienne ministre de Sarkozy, disait : « L’identité nationale de la France est très simple : c’est l’adhésion aux valeurs des droits de l’homme. » Henry de Lesquen notait justement qu’à ce compte-là, Charles Maurras n’eut pas été français dans la mesure où il n’adhérait aucunement à ces valeurs. On peut ajouter : ni Georges Sorel et bien d’autres. De Lesquen pourrait toutefois aller plus loin. Pourquoi ne pas souligner l’extraordinaire outrecuidance de l’expression « La France patrie des droits de l’homme », alors que l’Allemagne n’est « que » la patrie des Allemands, l’Espagne la patrie des Espagnols, etc ? La définition « droitsdelhommiste » de la France est à la fois désincarnée et élitiste, universaliste et suprématiste. Elle est à la fois inepte et infiniment orgueilleuse, elle infériorise en fait tous les autres peuples dont l’accession à la qualité de Français est implicitement conçue comme un progrès, ce qui ne veut pas dire autre chose que rester Malien, ou Algérien, ou Pakistanais, quand on aurait la chance de pouvoir devenir Français, serait un signe d’arriération. C’est pourquoi il y a continuité entre l’universalisme colonisateur à l’égard des « races inférieures » (sur l’échelle du progrès, car il est juste de préciser qu’il ne s’agissait pas de racisme biologique) de Jules Ferry et Léon Blum et l’universalisme immigrationniste à tout crin et « sans-papieriste » actuel, consistant à vouloir régulariser tous les résidents illégaux.
 
On le voit : la démocratie devient totalitaire quand elle est toute entière investie par un pouvoir médiatico-idéologique selon lequel la logique des droits doit s’étendre à l’infini. Cette idéologie sommaire est assurément du niveau d’un discours publicitaire (François Brune). Elle n’en est pas moins devenue la référence obligatoire. Ce pouvoir vise à ne rendre possible qu’une « alternance unique », celle entre une pseudo-droite et une pseudo-gauche, qui cumulent les défauts des deux. Il s’agit donc bel et bien d’un système totalitaire de bouclage du contrôle exercé sur la société par un système de domination de l’hyperclasse de plus en plus déconnectée du peuple.
 
En savoir plus : Renaissance catholique, La démocratie peut-elle devenir totalitaire ? Actes de la XVIIè Université d’été, Contretemps, 2012, 370 pages, 22 €. 
 

lundi, 03 juin 2013

La economía no es el destino

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La economía no es el destino

Archivio 1979 - Ex: http://www.nuevaderecha.org/

«Las únicas realidades que cuentan para nuestro futuro son de orden económico», declaraba durante un debate un ministro, que es también, al parecer, el mejor economista de Francia. «Estoy totalmente de acuerdo con usted», le replicaba el adversario político al que se oponía, pero usted es un gestor muy malo y somos más fuertes que usted en economía.

Diálogo revelador.

Como Nietzsche, sepamos descubrir a los falsos sabios bajo la máxima de «especialistas», destrocemos los ídolos, pues la falsa ciencia –la metafísica también– de nuestra época, y la primera de sus ídolos, es la economía.

«Vivimos en sociedades, anota Louis Pauwels, para las cuales la economía es el único destino. Limitamos nuestros intereses a la historia inmediata, y limitamos ésta a los hechos económicos». Nuestra civilización, por supuesto –que no es más una «cultura»– está fundada sobre una concepción del mundo exclusivamente económica. Las ideologías liberales, socialistas o marxistas, se unen en su interpretación «economista» del hombre y de la sociedad. Postulan todas que el ideal humano es la abundancia económica individual; aunque se diferencian por los medios de cómo llegar a ese estado, admiten unánimemente que un pueblo no es más que una «sociedad», reducen su destino a la exclusiva consecución del bienestar económico, explican su historia y elaboran su política sólo a través de la economía.

Es lo que en el GRECE negamos. Rechazamos esta reducción de lo humano a lo económico, esta única dimensión de la Historia. Para nosotros, los pueblos deben primero asegurar su destino: es decir su duración histórica y política y su especificidad. La historia no está determinada, y menos con relaciones y mecanismos económicos. La voluntad humana hace la historia. No la economía.

La economía para nosotros no debería ser ni una contradicción ni una teoría, sino una estrategia, indispensable, pero subordinada a lo político. Administrar los recursos de una comunidad según criterios primero políticos, ese es el sitio de la economía.

Entonces, entre las opciones liberales o socialistas y nosotros, no hay entente posible. Anti-reduccionistas, no creemos que la «felicidad» merezca ser un ideal social exclusivo. Al igual que los etólogos modernos, pensamos que las comunidades humanas sólo sobreviven físicamente si tienen un destino espiritual y cultural.

Podemos incluso demostrar que privilegiando la economía y la búsqueda del bienestar personal, llegamos a sistemas tiranos, a la desculturización de los pueblos, y a corto plazo, a una mala gestión económica. Ya que la economía funciona mejor cuando no ocupa el primer lugar, cuando no usurpa la función política.

Por lo tanto hay que asumir un cambió intelectual en economía, como en otros campos. Otra visión de la economía, según los desafíos contemporáneos, y ya no fundada sobre axiomas de burgueses del siglo XIX, será posiblemente la Economía Orgánica, objeto de nuestras investigaciones actuales.

La revuelta «en el sentido que Julius Evola da a este término» se impone contra esta dictadura de la economía, fruto de una dominación de los ideales burgueses y de una hipertrofia de una función social. Para nosotros europeos del oeste, es una revuelta contra el liberalismo.

«Nuestra época –escribía ya Nietzsche en Aurora– que tanto habla de economía es muy derrochadora; derrocha el espíritu». Fue profeta: hoy, un Presidente de la República se atreve a declarar: «El problema mayor de nuestra época, es el consumo». El mismo, a estos «ciudadanos» reducidos a simples consumidores, afirmar que desea el «nacimiento de una inmensa clase media, unificada por el nivel de vida». También el mismo se ha felicitado de la sumisión de la cultura a la economía mercante: «La difusión masiva –esta palabra que tanto le gusta– del audiovisual lleva a la población a compartir los mismos bienes culturales. Buenos o malos, es otra cuestión (sic) pero en todo caso por primera vez los mismos».

Clara apología, del jefe de fila de los liberales, del rebajamiento de la cultura al tráfico. Así, lo político desciende hasta el nivel de la gestión, fenómeno bien descrito por el politólogo Carl Schmitt. El dominio obsesivo de las preocupaciones económicas no corresponde, sin embargo, al antiguo psiquismo de los pueblos europeos. En efecto, las tres funciones sociales milenarias de los indoeuropeos, funciones de soberanía política y religiosa, de guerra, y en tercer lugar de fecundidad y de producción, supondrían un dominio de los valores de las dos primeras funciones, hechos puestos a la luz por G. Dumézil y E. Benveniste. Pero, no sólo la función de producción se encuentra hoy dominada por una de sus sub-funciones, la economía, sino que ésta, a su vez, está dominada por la sub-función «mercante». Por consiguiente el organismo social está, patológicamente, sumiso a los valores que produce la función mercante.

Según los conceptos del sociólogo F. Tonnies, este mundo al revés pierde su carácter «orgánico» y vivo y se convierte en «sociedad mecánica». Tenemos que reinventar una «comunidad orgánica». Así el liberalismo económico y su colaborador político adquieren su significado histórico: esta ideología ha sido la coartada teórica de una clase económica y social para «librarse» de toda tutela de la función soberana y política, e imponer sus valores –sus intereses materiales– en vez y en lugar del «interés general» de la Comunidad entera.

Solamente la función soberana y sus valores propios pueden asegurar el interés general. La única revolución ha sido la del liberalismo, que ha usurpado la soberanía en interés de la función económica, revindicando primero la «igualdad» con los otros valores, pretexto para marginarlos después.

Según un proceso cercano al marxismo, el liberalismo ha construido un reduccionismo económico. Los hombres sólo son significativos para él como participantes abstractos en el mercado: clientes, consumidores, unidades de mano de obra; las especificidades culturales, étnicas, políticas, constituyen tantos obstáculos, de «anomalías provisionales» hacia la Utopía a realizar: el mercado mundial, sin fronteras, sin razas, sin singularidades; esta utopía es más peligrosa que la del igualitarismo «comunista» ya que es más extremista todavía, y más pragmática. El liberalismo americano y su sueño de fin de la Historia en el mismo way of life comercial planetario, constituye la principal amenaza.

Así señalamos claramente a nuestro enemigo. Tenemos costumbre de designar como «sociedad de mercado» a la realizada según la ideología liberal; podemos señalar que el marxismo y el socialismo nunca han conseguido, ellos, a realizar su proyecto igualitario, la «sociedad comunista», y aparecen así menos revolucionarios que el liberalismo, menos «reales».

Esta «sociedad de mercado» se nos aparece pues como el objeto actual y concreto de crítica y de destrucción. Nuestra sociedad es «de mercado», pero no especialmente mercantil. La república de Venecia, las ciudades hanseáticas vivían de un sistema económico mercantil pero no constituían sociedades «de mercado». Pues el término «mercado» no designa estructuras socioeconómicas sino una mentalidad colectiva, un sistema de valores que caracteriza no sólo la economía pero todas las instituciones.

Los valores del mercado, indispensables a su único nivel, determinan el comportamiento de todas las esferas sociales y de Estado, e incluso la función puramente productiva de la economía.

Se juzga –y al Estado en primer lugar– desde un punto de vista totalmente mercantil. Esto no quiere decir que dominación mercante signifique «dominación por el dinero», no planteamos una condena moral del dinero no del beneficio del empresario. Hay que admitir el comportamiento mercantil o provechoso si acepta subordinarse a otros valores. No hay que ver pues en nuestra posición un «odio de la economía» o un nuevo reduccionismo opuesto a la ganancia y a la función mercantil como tales. No somos moralizadores cristianos. Sociedad de mercando significa pues sociedad donde los valores sólo son mercantiles. Podemos clasificarles en tres figuras «mayores»: la mentalidad determinista, el espíritu de cálculo y la dictadura del bienestar económico individual.

La mentalidad determinista, útil sólo para la única actividad mercantil, tiende a eliminar los riesgos y a minimizar los vaivenes. Pero, adoptada por el conjunto de una sociedad y en particular por los decididotes políticos y económicos, la mentalidad determinista se convierte en coartada intelectual para no actuar ni arriesgar. Sólo el mercante (comerciante) puede por derecho, para maximizar sus ganancias, subordinar sus actos a determinismos: leyes del mercado, coyunturas, curvas de precios, etc… Pero el poder político, no más que la economía nacional no deberían, como un comerciante, someterse o «dejarse llevar» por una racionalidad excesiva que dispensa de todo «juego de riesgo». La sociedad mercante se «administra» a corto plazo, bajo la hegemonía de las «previsiones económicas» pseudos científicas (la industrialización «ineludible» del Tercer Mundo, la mundialización de la competencia internacional, la tasa de crecimiento de las rentas y del PNB, etc.), pero paradójicamente no tiene en cuenta las más elementales de las evoluciones políticas a medio plazo: por ejemplo el oligopolio de los poseedores del petróleo.

Por lo tanto, nada menos «independiente» que las naciones mercantes. Los gestores liberales van en el sentido de lo que creen mecánicamente determinado (por estar racionalmente formulado) haciendo la economía de la imaginación y de la voluntad.

En el siglo de la perspectiva, de la previsión estadística e informática, nos dejamos llevar por el corto plazo y se prevé menos que los soberanos de los siglos pasados. Todo pasa como si las evoluciones sociales demográficas, geopolíticas no existieran y no fuesen a tener efectos mayores. Lo igual en todos los sitos – según la fórmula estúpida de los economistas liberales- solamente son tomadas en cuenta por los que deciden las restricciones o pseudos previsiones económicas a corto plazo. (original francés Toutes choses égales par allieurs –selon la formule stupide des économistes libéraux- seules son prises en compte par les décideurs, les contraintes ou pseudo-prévisions économiques à court terme)

La sociedad mercante es pues ciega. Sometida a las evoluciones y a las voluntades exteriores, porque cree en el determinismo histórico, trata a los pueblos europeos como objetos de la historia.

Segundo rasgo de la mentalidad mercante: el espíritu de cálculo. Adaptado al comerciante, este espíritu no conviene a los comportamientos colectivos. Hegemonía de lo cuantificable sobre lo cualificable, es decir, sobre los valores, dominio de lo mecánico sobre lo orgánico, el espíritu de cálculo aplica a todo la tabla única del valor económico. No pensamos que el «dinero» se haya convertido en la norma general: sino que todo lo que no se puede medir «ya no cuenta».

Se pretende calcularlo todo, incluso lo no-económico: se «programan» los momentos de jubilación, las horas de trabajo, los tiempos de ocio, los salarios, en el mismo nivel –pero mucho antes– los niños que van a tener. Existe incluso un «coste de la vida humana» tomado en cuenta para ciertas inversiones. Pero todo lo que escapa al cálculo de los costes, es decir precisamente lo que más importa, es rechazado, los aspectos incontables económicamente de los hechos socio-culturales (como los costes sociales de la pérdida de raíces resultante de la inmigración) llegan a ser indescifrables e insignificantes para los «tecnomercantes».

Incluso en economía, el exceso de cálculo perjudica: ¿cuántas inversiones útiles a largo plazo, pero que un cálculo de previsión declara no rentables a corto plazo, son abandonadas?

El individuo, seguro, «calcula» su existencia, pero ya no piensa en su herencia, en su descendencia. Los Estados obsesionados por la gestión a corto plazo, sólo toman en consideración los aspectos «calculables» y cifrables de su acción. Estos «hombres de negocios» demagogos sólo actúan ahí donde se pueden «rendir cuentas» y sobre todo en lo inmediato, incluso si es necesario falsificando algunas cifras.

¿Una región muere de anemia cultural? ¿Qué importa si por el turismo de masas, su tasa de crecimiento es positiva? Y, entre adversarios políticos, el argumento político se reduce a batallas de porcentajes.

Esta superficialidad de la «gestión tecnocrática» (ersatz mercante de la función soberana) puede incluso desembocar en el «marketing político», reducción de la política al «negocio» comercial. Hoy, Francia o Alemania, son más o menos asimiladas por sus gobiernos a sociedades anónimas por acciones. La Casa Francia con sus ciudadanos asalariados. Ni que decir que, también, la política exterior e incluso la política de defensa, están determinadas por intereses de salidas comerciales inmediatas. Incluso para la economía no es lo mejor ya que este mercantilismo a corto plazo resulta ser aleatorio y no sustituye una política económica. Cuando los Jefes de Estado en visita se convierten en V.R.P., como verdaderos VRP, se rinden bajo la dependencia de sus clientes. (original francés pone V. R. P. ¿qué es eso)

La sociedad de mercando puede describirse como una «dictadura del bienestar individual» según los términos de Arnold Huelen; dictadura porque el individuo, obligado a entrar en el sistema providencialista del Estado, ve desintegrarse su personalidad en el ambiente consumista. Paradójicamente, el Estado-providencia liberal castiga la iniciativa productiva (cargas sociales excesivas) y desanima indirectamente la iniciativa individual. Asegurados sociales, asalariados, parados remunerados: ya no dominan su destino. Inmenso desprecio de su pueblo por el Estado-providencia, el «monstruo frío» de Nietzsche. Tiranía suave.

¿Cómo extrañarse entonces que se desprecie un soberano transformado en dispensador de entretenimientos? El Politólogo Julián Freund habla justamente del fallecimiento político del Estado.

El liberalismo produce un doble reduccionismo: por una parte el Estado y la sociedad sólo deben responder a las necesidades económicas de los pueblos; y, por otra, estas necesidades son reducidas al «nivel de vida» individual. En el liberalismo mercante se prohíbe, en parte por interés, juzgar si estas necesidades son deseables o no: sólo cuentan los medios técnicos a poner en marcha para conseguirlas.

De ahí el predominio político del nivel de vida y por necesidad igualitaria: sueño burgués – y americano– de pueblos nivelados e igualados por el mismo nivel de vida.

Los pueblos y los hombres siendo todos semejantes para un liberal, la única desigualdad subsistente es la del poder adquisitivo: para obtener la igualdad, es pues suficiente difundir a través del mundo el modo de vida mercante. Así, ahí están reconciliadas milagrosamente (la mano invisible de Adam Smith) el humanismo universalista y los «negocios», la justicia y los intereses, como confesaba puerilmente Jimmy Carter; Bible and Business.

Los particularismos culturales, étnicos, lingüísticos, las «personalidades», son obstáculos para la sociedad mercantil. Lo que explica que la ideología moralizadora de los liberalismos políticos lleva al universalismo, a la mezcla de los pueblos y de las culturas, y a las diversas formas de centralismo.

La sociedad mercantil y el modelo americano amenazan a todas las culturas de la Tierra. En Europa o en Japón la cultura ha sido reducida a un «modo de vida» («way of life») que es justo lo inverso a un estilo de vida.

El hombre es así clasificado, es decir reducido a las cosas económicas que compra, produce o recibe, según el mismo proceso (pero más intensamente aún) que en los sistemas comunistas. Su personalidad se acaba en los bienes económicos que solos estructuran su individualidad. Cambiamos de personaje cuando cambiamos de moda. Ya no estamos caracterizados por nuestros orígenes (reducidas al «folclore») ni por nuestras obras, sino por nuestros consumos, nuestro «standing». En el sistema mercantil, los modelos cívicos dominantes son el consumidor, el asegurado, el asistido; y no el productor, el inversor, el empresario. No hablemos de los tipos no-económicos: el jurista, el médico, el soldado, que se han convertido en tipos sociales secundarios.

La sociedad mercantil difunde un tipo de valores cotidianos perjudiciales respecto al trabajo como tal: vender y consumir el capital parece más importante que construirlo. Y no hay nada más igualitario que la función de consumo. Los productores, los empresarios, se diferencian por sus actos; ponen en juego capacidades desiguales. Pero consumir, es el no-acto al que todo el mundo, sean sus capacidades las que sean, o su origen, puede acceder. Una economía de consumo se mete en una vía inhumana en la medida en que el hombre es etológicamente un ser de acción y de construcción. Así, paradójicamente la alta productividad de las industrias europeas subsiste a pesar de la sociedad liberal mercantil y no a causa de ella. ¿Por cuánto tiempo? Hay que precisar que nuestra crítica de la sociedad mercantil no es un rechazo, muy al contrario, de la industrialización o de la tecnología. La noción de comunidad orgánica, que oponemos a la sociedad mercantil, no tiene nada que ver con la «sociedad de convivencia original francés: conviviale» de los neo-rousseanistas (Illich, etc…)

La técnica es para nosotros una adquisición cultural europea, pero debe ser considerada como una herramienta de poder y de dominio del medio y ya no como una droga al servicio del bienestar. Entonces no compartimos las críticas izquierdistas con resonancia bíblica, sobre la «maldición del dinero» y sobre la «voluntad de poder» de la sociedad contemporánea. La sociedad mercantil no afirma ninguna voluntad, ni en el nivel del destino global, ni siquiera en el de una estrategia económica.

Las consecuencias de esta civilización de la economía son graves para el destino de nuestra especie, y al mismo tiempo, para nuestro futuro político y económico. Honrad Lorenz ve en la «unidad de los factores de selección», todos de naturaleza económica, una amenaza de empobrecimiento humano. «Una contra-selección está en marcha –revela Lorenz en Nouvelle Ecole– que reduce las diversidades de la humanidad y le impone pensar exclusivamente en términos de rentabilidad económica a corto plazo. Las ideologías economistas, que son tecnomórficas, hacen del hombre una máquina manipulable. Los hombres, unidades económicas, son cada vez más iguales, como máquinas precisamente».

Para Lorenz, la subordinación de los valores no económicos es una catástrofe, no sólo cultural sino biológica. El consumir constituye una amenaza psicológica para los pueblos. Lorenz, como médico, habla de patología colectiva. Morimos de arteriosclerosis. La civilización del bienestar económico nos lleva lentamente, según Lorenz, hacia la muerte templada. Escribe: «hipersensibles al no placer, nuestras capacidades de gozar se debilitan».

La neofilia, este gusto siempre insatisfecho de nuevos consumos, tiene, para los antropólogos, efectos biológicos nefastos y desconocidos. Pero, ¿qué es la supervivencia de la especie al lado de la subida del precio de los croissants de mantequilla? En fin, si nadie piensa en estos problemas, nosotros sí.

Muerte templada, pero también declive demográfico. La dictadura de la economía ha hecho de nosotros europeos unos pueblos corto-vivientes según el análisis de Raymond Ruyer. Atacados a nuestras preocupaciones económicas inmediatas, nos hemos convertido en objetos y en victimas de la historia biológica.

Nuestros economistas son sensibles al declive demográfico solamente porque comprometerá la financiación de la jubilación. «Nuestra civilización economista –escribe Raymond Ruyer– es por esencia anti-natalista y suicida porque es, por esencia, anti-vital, anti-instintiva».

Pero el consumo de masas ha convertido a la cultura en «primitiva». Los mercaderes de bienes de consumo poseen un poder cultural, que se ejerce en el sentido de un desarraigo, y de una masificación igualitaria. No son los consumidores quienes eligen su estilo de vida –mito democrático querido por los liberales– sino son firmas mercantes quienes crean comportamientos de masa destruyendo las tradiciones específicas de los pueblos. Mediante el «marketing», mucho más que por la propaganda política, se impone casi científicamente un nuevo comportamiento, jugando sobre el mimetismo de las masas desculturizadas. Una sub-cultura mundial está naciendo, proyección del modelo americano. Se orientaliza o se americaniza a voluntad. Desde el final de la primera guerra mundial, del «new look» a la moda «disco», un proceso coherente de condicionamiento sub-cultural está en marcha. El rasgo común: el mimetismo de los comportamientos lanzados por los mercantes americanos. Así, la economía se ha convertido en uno de los fundamentos cualitativos de la nueva cultura, sobrepasando ampliamente su función de satisfacción de las necesidades materiales.

Incluso en el plano estrictamente económico, que no es, según nuestro punto de vista, capital, el fracaso del sistema mercantil dado hace algunos años es patente. No hablemos ya del paro y de la inflación, sería muy fácil. Jean Fourastié anota: «la indigencia de las ciencias económicas actuales, liberal o marxista» y las acusa de usurpación científica. «Asistimos – dice– sobre todo desde 1973, a la carencia de los economistas y al inmenso naufragio de su ciencia». Añade: «los economistas liberales o socialistas han pensado siempre que sólo lo racional permitía conocer lo real. Sus modelos matemáticos se han construido sobre la ignorancia o el odio de las realidades elementales. Ahora bien, en cualquier ciencia, lo elemental es lo más difícil. Se llega a ser despreciarlo porque no se presta a los ejercicios clásicos sobre los que los economistas universitarios se otorgan sus diplomas. Fourastié concluye: «Nuestro pueblo, nuestros economistas, nuestros dirigentes viven sobre las ideas del siglo XIX. Los impasses de la racionalidad empiezan a ser visibles. El hombre vive al final de las ilusiones de la inteligencia».

Un reciente premio Nobel de economía, Herbert Simon, acaba de demostrar que en sus comportamientos económicos u otros, el hombre, a pesar del ordenador, no podría optimizar sus elecciones y comportarse racionalmente. Así, la «Teoría de los Juegos y del Comportamiento Económico» de Von Neumann y Morgenstern, una de las bases del liberalismo, se revela falsa. La elección razonada y óptima no existe. Herbert Simon ha demostrado que las elecciones económicas eran primer término, al azar, arriesgadas, voluntaristas.

Estas ilusiones de la inteligencia han causado a los liberales graves fracasos; cojamos algunos al azar: El sistema liberal mercante despilfarra la innovación y utiliza mal la acción técnica. Esto es, como lo había visto Wagemann, porque la contabilidad en términos de provecho financiero a corto plazo (y no en términos de «excedente» global) frena cualquier inversión y cualquier innovación no vendible y no rentable a corto plazo.

Otro fracaso, con consecuencias incalculables: la llamada a la inmigración extranjera masiva. Los provechos inmediatos, estrictamente financieros, resultado de una mano de obra explotable y maleable es los que ha contado frente a los «costes sociales» a largo plazo de la inmigración, que nunca han sido considerados por el Estado y por la patronal. La codicia inmediata de los importadores de mano de obra no ha hecho pensar en lo «que no se gana» en términos de «no modernización» provocado por esa elección económica absurda.

El responsable de una gran empresa me decía recientemente con un tono despectivo que su ciudad estaba «rellena de inmigrantes» y que esto le molestaba personalmente. Pero después de algunos minutos de conversación, me confesaba con muy buena conciencia que diez años antes, había «sondeado» en el extranjero para «importar» mano de obra que fuese barata. Tal inconsciencia se asemeja a una nueva esclavitud. Es impresionante constatar que incluso la ideología marxista, a pesar de su desprecio a las diversidades culturales y étnicas, no se ha atrevido, como el liberalismo, a utilizar para su provecho el desenrazamiento masivo de las poblaciones rurales de los países en vías de desarrollo.

Gobiernos irresponsables y una patronal ignorando las realidades económicas, y desprovistos del menor sentido cívico y ético, han garantizado una práctica neo-esclavista cuyas consecuencias políticas, culturales, históricas –e incluso económicas– son incalculables (precisamente) para los países de acogida y sobre todo para los países que proporcionan la mano de obra.

Más preocupados de los «negocios» y del «bienestar», los liberales no se han enfrentado a los desafíos más elementales: crisis de la energía, crisis del patrón dólar, subida de los costes europeos y competencia catastrófica de los países del Este y de Extremo-Oriente.

¿Quién se preocupa de ello? ¿Quién propone una nueva estrategia industrial? ¿Quién piensa en que el final de la prosperidad ya ha empezado? La respuesta a los desafíos gigantes del final del siglo sólo es posible en contra de las prácticas liberales. Solamente una óptica económica fundada en las elecciones de un espacio económico europeo semi-autárquico, de una planificación de una nueva política de sustitución energética a medio plazo, y de una retirada del sistema monetario internacional, se adaptaría a las realidades actuales.

Los dogmas liberales o «libertarios» del libre intercambio, de la división internacional del trabajo, y del equilibrio monetario se revelan no solamente económicamente utópicos (y estamos dispuestos a demostrarlo técnicamente) sino también incompatibles sobre todo con la elección política de un destino autónomo para Europa.

Como para los nuevos filósofos que se contentaban en reactualizar a Rousseau, hay que tomar conciencia de la impostura de la operación publicitaria de los «nuevos economistas».

No se trata ni más ni menos que de una vuelta a las tesis bien conocidas de Adam Smith. Pero los nuevos economistas franceses (Jenny, Rosa, Fourcans, Lepage) no son nada por ellos mismos y sólo vulgarizan las tesis americanas. Miremos del lado de sus maestros.

Partiendo de una crítica pertinente, es verdad, del «Welfare State» (el Estado providencia burocrático aunque neoliberal), la escuela de Chicago, monetarista y conservadora, con Friedmann, Feldstein, Moore, etc., predica un retorno a la ley micro-económica del mercado, rechaza cualquier obligación del Estado hacia grandes empresas, reencontrando así la despreocupación de los liberales del siglo XIX hacia el paro y las cuestiones sociales. Y la escuela de Virginia, con Rothbard, David Friedman, Tullock, etc… quiere ser «anarco-capitalista», partidaria del estallido del Estado y de la reducción total de la vida social y política a la competencia y a la única búsqueda del provecho mercantil.

Se puede criticar estas tesis, conocidas y «recalentadas» desde el punto de vista económico. Pero que sea suficiente decir que, para nosotros europeos, incluso realizable y «próspero», un programa tal significa la muerte definitiva como pueblos históricos. Los «friedmanianos» y los «libertarios» nos proponen la sumisión al sistema del mercado mundial dominado por leyes que favorecen a la sociedad americana pero que son incompatibles con la elección que debemos tomar, de permanecer como naciones políticas y pueblos evolucionando en sus historias específicas.

La economía orgánica no quiere ser una Teoría. Sino una estrategia, que se corresponde únicamente con la elección, en la Europa del siglo XX, de sociedades donde el destino político y la identidad cultural se sitúan antes que la prosperidad de la economía. Subsidiariamente, la función económica es además mejor dominada.

Reflexionamos, en el GRECE, sobre esta nueva visión de la economía, a partir de los trabajos de Tomar Spann y de Ernst Wagemann en Alemania, Johan Akerman en Suecia y François Perroux en Francia. Wagemann compara la economía liberal a un cuerpo sin cerebro, y la economía marxista a un cerebro subido en zancos. La economía orgánica, modelo práctico que no pretendemos exportar, quiere adaptarse a la tradición trifuncional orgánica de los europeos. Según los trabajos de Bertalanffy sobre los sistemas, la función económica se consideraba como un organismo parcial del organismo general de la comunidad. Según los sectores y las coyunturas, la función económica puede estar planificada o actuar según las leyes del mercado. Adaptable y flexible, admite el marcado y el beneficio, pero los subordina a la política nacional. El Estado deja a las empresas, en el marco nacional, actuar según las restricciones del mercado pero puede, si las circunstancias lo exigen, imponer con medios no económicos la política de interés nacional.

Las nociones irreales de «macro y micro economía» dejan paso a la realidad de la «economía nacional», también las nociones de sector público y privado pierden sentido, ya que todo es a la vez «privado» en el nivel de la gestión y «público» en el sentido de la orientación política.

Los bienes colectivos duraderos son preferibles, y no la producción de bienes individuales obsoletos y energéticamente costosos. Los mecanismos y manipulaciones económicos son considerados como poco eficaces para regular la economía con respecto a la búsqueda psicológica del consenso de los productores.

La noción contable de excedente y de coste social sustituye los conceptos criticables de «rentabilidad» y de «provecho». Por su elección de centros económicos autoritariamente descentralizados, y de un espacio europeo de gran escala y semi-autárquico (caso de los EE. UU. de 1900 a 1975) la economía orgánica puede pretender una potencia de inversión y de innovación técnica superior a lo que autoriza el sistema liberal, frenado por las fluctuaciones monetarias y la competencia internacional total (dogma reduccionista del libre intercambio según el cual la competencia exterior sería siempre estimulante).

En última instancia, la economía orgánica prefiere el empresario al financiero, el trabajador al asistido, el político al burócrata, los mercados públicos y las inversiones colectivas, al difícil mercado de los consumidores individuales. Más que las manipulaciones monetarias, la energía del trabajo nacional de un pueblo específico nos parece como lo único capaz de asegurar a largo plazo el dinamismo económico.

La economía orgánica no es en sí misma la finalidad de su propio éxito. Pero quiere ser uno de los medios de asegurar a los pueblos europeos el destino, entre otros posibles (lit: parmi d´autres posibles), de pueblos con larga vida.

Para concluir, habría que citar la conclusión que el economista Sombart ha dado en su tratado El Burgués, pero sólo mencionaremos el pasaje más profético: «En un sistema fundado en la organización burocrática, donde el espíritu de empresa habrá desaparecido, el gigante convertido en ciego estará condenado a arrastrar el carro de la civilización democrática. A lo mejor asistiremos entonces al crepúsculo de los dioses y el Oro será devuelto a las aguas del Rin».

François Perroux ha escrito también que deseaba el fin del culto de Mamón que «brilla hoy con una prodigiosa luz».

Hemos elegido contribuir al fin de este culto (francés: Nous avons choisi de contribuir à la fin de ce culte), asegurar el relevo del último hombre, el de la civilización de la economía, de la que el Zaratustra de Nietzsche decía:

«¿Amor, creación, deseo, estrella?

¿Qué es eso?

Así pregunta el último hombre y guiña el ojo.

La tierra se hará más exigua y sobre ella saltará el último hombre, este que reduce todo.

Hemos inventado la Felicidad, dicen los últimos hombres.

Y guiñan el ojo».

jeudi, 30 mai 2013

Gustave de Beaumont et la critique radicale de la démocratie américaine

Gustave de Beaumont et la critique radicale de la démocratie américaine

par Nicolas BONNAL

Ex: http://www.les4verites.com/

Beaumont,_Gustave_de.jpgComme je le dis parfois, nous vivons dans un présent permanent depuis environ deux siècles. Les années 1830 sont déjà notre société et nous ne les quitterons qu’à la prochaine comète qui s’écrasera sur notre vieille planète. Ce n’est pas un hasard. Le progrès et la blafarde modernité ont paralysé l’histoire de l’humanité. Pronostiquée par Hegel en 1806, la Fin de l’Histoire n’en finit pas de prendre son congé.

Gustave de Beaumont est le célèbre accompagnateur de Tocqueville en Amérique. Ils allaient y étudier les établissements pénitentiaires (c’est prémonitoire, il y a trois millions de détenus là-bas, et les matons forment le premier syndicat dans une dizaine d’Etats). Je n’avais jamais pensé à le lire mais c’est Karl Marx qui le cite ! Ma curiosité éveillée, je trouve sur un site québécois son très beau livre (avec une partie romanesque un peu niaise et trop copiée sur Manon Lescaut) sur Marie et l’esclavage, où Gustave de Beaumont révèle une lucidité française bien digne de Tocqueville et un style d’exception digne de Chateaubriand, du Lamartine de Graziella (texte préféré de Joyce en français) et  plus généralement de l’aristocrate qu’il était – après ce sera fini avec Balzac ; après la prose sentira la roture, je le dis comme je le pense.

Les jugements de Beaumont sont encore plus durs que ceux de Tocqueville. Il ne digère pas l’hypocrisie éhontée de l’esclavage dans une nation libre et donneuse de leçons, et aussi beaucoup d’autres choses. J’ai picoré ces réflexions çà et là dans son si beau texte :

Les Américains des États-Unis sont peut-être la seule de toutes les nations qui n’a point eu d’enfance mystérieuse.

Là, on est bien d’accord. Le prosaïsme américain a écœuré toutes les grandes âmes yankees, Poe (Colloque entre Monos et Una), Melville (Pierre),  Hawthorne (lisez l’admirable Petite fille de neige) entre autres. Encore qu’en analysant mieux le caractère Illuminati du dollar qui continue de fasciner l’humanité alors que l’Amérique est en faillite…

Il est clair en tout cas que pour Beaumont l’argent fait le bonheur des Américains, qui réifient tout, comme disent aussi les marxistes : la nature c’est de l’environnement, et l’environnement ça sert d’abord à faire de l’argent.

Absorbé par des calculs, l’habitant des campagnes, aux États-Unis, ne perd point de temps en plaisirs ; les champs ne disent rien à son cœur ; le soleil qui féconde ses coteaux n’échauffe point son âme. Il prend la terre comme une matière industrielle ; il vit dans sa chaumière comme dans une fabrique.

Vrai Saroumane, l’Américain déteste la nature et en particulier la forêt (on se souvient du beau poème de Ronsard sur la destruction des bois du Gâtinais) :

Les Américains considèrent la forêt comme le type de la nature sauvage (wilderness), et partant de la barbarie ; aussi c’est contre le bois que se dirigent toutes leurs attaques. Chez nous, on le coupe pour s’en servir ; en Amérique, pour le détruire. L’habitant des campagnes passe la moitié de sa vie à combattre son ennemi naturel, la forêt ; il le poursuit sans relâche ; ses enfants en bas âge apprennent déjà l’usage de la serpe et de la hache… l’absence de bois est, à leurs yeux, le signe de la civilisation, comme les arbres sont l’annonce de la barbarie.

Beaumont comprend comme Baudelaire et aussi Edgar Poe qu’avec l’Amérique on entre dans un nouvel âge du monde : l’âge de l’intérêt  matériel, du conformisme moral (la tyrannie de la majorité) et de la standardisation industrielle.

Tout d’ailleurs s’était rapetissé dans le monde, les choses comme les hommes. On voyait des instruments de pouvoir, faits pour des géants, et maniés par des pygmées, des traditions de force exploitées par des infirmes, et des essais de gloire tentés par des médiocrités.

Beaumont a raison : le monde moderne c’est Lilliput.

La force d’imprégnation américaine est elle qu’elle uniformise toutes les nations immigrées chez elles. Cela est intéressant car cela se passe bien avant la machine à broyer hollywoodienne ou l’irruption de la télévision. L’Amérique c’est l’anti-Babel, le système à tuer les différences que la chrétienté avait si bien su préservé.

Chose étrange ! La nation américaine se recrute chez tous les peuples de la terre, et nul ne présente dans son ensemble une pareille uniformité de traits et de caractères.

Le rapport sacré à la terre n’existe bien sûr pas. On n’y connaît pas le paysan de Heidegger (Beaumont explique que le Tasse et Homère ne seraient pas riches, alors…). Tout n’est qu’investissement immobilier au paradis du déracinement libéral :

L’Américain de race anglaise ne subit d’autre penchant que celui de l’intérêt ; rien ne l’enchaîne au lieu qu’il habite, ni liens de famille, ni tendres affections… Toujours prêt à quitter sa demeure pour une autre, il la vend à qui lui donne un dollar de profit.

C’était bien avant les sub-primes !

Une des grandes victimes de la civilisation américaine est alors la femme (avec les noirs et les indiens dont Beaumont parle très bien, et objectivement). Ce n’est pas pour rien que toutes les cultures du ressentiment au sens nietzschéen, l’antiracisme, la théorie du genre, le féminisme, le sectarisme sont nés aux USA au dix-neuvième siècle et après :

Sa vie est intellectuelle. Ce jeune homme et cette jeune fille si dissemblables s’unissent un jour par le mariage. Le premier, suivant le cours de ses habitudes, passe son temps à la banque ou dans son magasin ; la seconde, qui tombe dans l’isolement le jour où elle prend un époux, compare la vie réelle qui lui est échue à l’existence qu’elle avait rêvée. Comme rien dans ce monde nouveau qui s’offre à elle ne parle à son cœur, elle se nourrit de chimères, et lit des romans. Ayant peu de bonheur, elle est très religieuse, et lit des sermons.

On dirait notre bonne vieille Emma ! Tout cela ne fait pas le bonheur des femmes, qui n’ont pas encore le féminisme et la pension alimentaire pour bien se rattraper. L’Amérique invente madame Bovary plus vite que Flaubert (l’adaptation de Minnelli avec Jennifer Jones est éblouissante d’ailleurs) et le couple qui n’a rien à se dire – sauf devant l’avocat ou le psy, comme Mr and Mrs Smith (ils veulent bien se parler, mais il faut qu’ils paient !). La famille US est déjà telle que nous la connaissons aujourd’hui : quand elle n’est pas recomposée ou divisée, elle n’est pas ; Et cela sans qu’il y ait eu besoin de la télévision, du frigidaire et du portable pour abrutir et isoler tout le monde. Beaumont ajoute qu’il n’y a aucune affection, c’est cela le plus moderne – et donc choquant.

Ainsi se passent ses jours. Le soir, l’Américain rentre chez lui, soucieux, inquiet, accablé de fatigue ; il apporte à sa femme le fruit de son travail, et rêve déjà aux spéculations du lendemain. Il demande le dîner, et ne profère plus une seule parole ; sa femme ne sait rien des affaires qui le préoccupent ; en présence de son mari, elle ne cesse pas d’être isolée. L’aspect de sa femme et de ses enfants n’arrache point l’Américain au monde positif, et il est si rare qu’il leur donne une marque de tendresse et d’affection, qu’on donne un sobriquet aux ménages dans lesquels le mari, après une absence, embrasse sa femme et ses enfants ; on les appelle the kissing families.

L’obsession de l’argent qui crée des crises et de banqueroutes continuelles est continuelle : on n’a pas attendu Greenspan, Bernanke et les bulles de la Fed pour se ruiner – ou refaire fortune.

Le spectacle des fortunes rapides enivre les spéculateurs, et on court en aveugle vers le but : c’est là la cause de ruine. Ainsi tous les Américains sont commerçants, parce que tous voient dans le négoce un moyen de s’enrichir ; tous font banqueroute, parce qu’ils veulent s’enrichir trop vite.

Voyons la religion dont on a fait si grand cas là-bas. Si la femme est une « associée », un partner, comme on dit là-bas, l’homme religieux est un homme d’affaires. Beaumont est ici excellent dans son observation (c’est le passage que cite Marx dans un fameux petit essai) :

Le ministère religieux devient une carrière dans laquelle on entre à tout âge, dans toute position et selon les circonstances. Tel que vous voyez à la tête d’une congrégation respectable a commencé par être marchand ; son commerce étant tombé, il s’est fait ministre ; cet autre a débuté par le sacerdoce, mais dès qu’il a eu quelque somme d’argent à sa disposition, il a laissé la chaire pour le négoce. Aux yeux d’un grand nombre, le ministère religieux est une véritable carrière industrielle. Le ministre protestant n’offre aucun trait de ressemblance avec le curé catholique.

On s’en serait douté ! La religion évangélique comme business et comme programmation mentale malheureusement a un beau futur devant elle.

Beaumont n’a pas vu de western mais on va voir qu’il aurait pu en écrire les scénarios.

En Amérique, le duel a toujours une cause grave, et le plus souvent une issue funeste ; ce n’est pas une mode, un préjugé, c’est un moyen de prendre la vie de son ennemi. Chez nous, le duel le plus sérieux s’arrête en général au premier sang ; rarement il cesse en Amérique autrement que par la mort de l’un des combattants.

Il y a dans le caractère de l’Américain un mélange de violence et de froideur qui répand sur ses passions une teinte sombre et cruelle… On trouve, dans l’Ouest, des États demi-sauvages où le duel, par ses formes barbares, se rapproche de l’assassinat.

Il ne manque plus que Liberty Valance, que Wayne abat d’ailleurs comme un chien dans le classique postmoderne de Ford. Comme on voit, la situation réelle est aussi sinistre que celle décrit dans bien des films (contrairement à ce qu’une histoire révisionniste – il y  en a pour tous les genres – a voulu nous faire croire).

Venons-en au thème de son ouvrage.

Scandalisé par l’esclavage et par le préjugé auto-entretenu qui lui sert de base, Beaumont comprend très bien le rôle du capitalisme – et surtout du christianisme – mal digéré :

L’exploitation de sa terre est une entreprise industrielle ; ses esclaves sont des instruments de culture. Il a soin de chacun d’eux comme un fabricant a soin des machines qu’il emploie ; il les nourrit et les soigne comme on conserve une usine en bon état ; il calcule la force de chacun, fait mouvoir sans relâche les plus forts et laisse reposer ceux qu’un plus long usage briserait. Ce n’est pas là une tyrannie de sang et de supplices, c’est la tyrannie la plus froide et la plus intelligente qui jamais ait été exercée par le maître sur l’esclave.

Voir Tocqueville et son analyse de l’extermination légale et philanthropique des Indiens (« On ne saurait détruire les hommes en respectant mieux les lois de l’humanité »). S’il n’y a vite eu plus d’Indiens, il y avait en tout cas 700 000 africains en 1799, quatre millions lors de la Guerre civile (qui tue 3% de la population, ruine puis pille le Sud, et endette le pays), 40 millions aujourd’hui ! L’esclavage est un beau calcul !

Beaumont constate que racisme finit par découler de l’esclavage ce qui n’était pas le cas avant. Cela aura des conséquences importantes dans les années vingt du siècle, quand les Allemands décrèteront que les Ukrainiens sont bons à leur servir d’esclaves ou que les Polonais peuvent être remplacés parce que moins techniques et moins universitaires (comme on sait l’antisémitisme a d’autres fondements). Ils avaient moins de « lumières », comme disait Washington à propos des Indiens ou Ferry à propos des « races inférieures » – on  en dit quoi dans les loges du mariage pour tous ?

Faudrait-il, parce qu’on reconnaîtrait à l’homme d’Europe un degré d’intelligence de plus qu’à l’Africain, en conclure que le second est destiné par la nature à servir le premier ? Mais où mènerait une pareille théorie ?

Il y a aussi parmi les blancs des intelligences inégales : tout être moins éclairé sera-t-il l’esclave de celui qui aura plus de lumières ? Et qui déterminera le degré des intelligences ?

Le grand ennemi spirituel des sectes protestantes souvent athées ou folles (les quakers par exemple : « rien dans cette cérémonie burlesque ne fait rire, parce que tout fait pitié ») qui se partagent le pays est bien sûr le catholicisme. Ici Beaumont va aussi plus loin que Tocqueville :

Au milieu des sectes innombrables qui existent aux États Unis, le catholicisme est le seul culte dont le principe soit contraire à celui des autres.

On dirait du Chesterton. L’Eglise fait enrager tout le monde, et cela n’a pas changé !

L’unité du catholicisme, le principe de l’autorité dont il procède, l’immobilité de ses doctrines au milieu des sectes protestantes qui se divisent, et de leurs théories qui sont contraires entre elles, quoique partant d’un principe commun, qui est le droit de discussion et d’examen ; toutes ces causes tendent à exciter parmi les protestants quelques sentiments hostiles envers les catholiques.

La haine du catholicisme devient alors le seul commun dénominateur (on se doutait que ce n’était pas Jésus !) du discours américain, comme de tout discours moderne en général (c’est ce que disait notre ami Muray et il avait bien raison !)

Il paraît bien constant qu’aux États-Unis le catholicisme est en progrès, et que sans cesse il grossit ses rangs, tandis que les autres communions tendent à se diviser. Aussi est-il vrai de dire que, si les sectes protestantes se jalousent entre elles, toutes haïssent le catholicisme, leur ennemi commun.

L’Etat américain n’est bien sûr pas chrétien, il est comme dit Marx judaïque – on dira vétérotestamentaire (on jure sur la Bible, on ignore toujours l’Evangile ; vous avez déjà vu une allusion à la naissance du Christ pour le fête de Noël en Amérique ?), et il a même inventé la laïcité, aujourd’hui battue en brèche par le ressentiment communautariste venu aussi d’Amérique.

Ainsi il n’existe aux États-Unis ni religion de l’État, ni religion déclarée celle de la majorité, ni prééminence d’un culte sur un autre. L’État est étranger à tous les cultes.

Enfin Beaumont trouve que les Américains deviendront dangereux avec leur orgueil ; et que l’on pourrait même arrêter de trop critiquer sa pauvre vieille France !

Je blâme cet aveuglement de l’orgueil national des Américains, qui leur fait admirer tout ce qui se passe dans leur pays, mais j’aime encore moins la disposition des habitants de certaine contrée, qui, chez eux, trouvent toujours tout mal.

Il n’y a pas de quoi s’en faire, si l’on trouve que Gustave Beaumont exagère, qu’il est un hystérique opposé à l’Obama-land ou à la marche du progrès. Car comme disait mon ami l’éditeur Yves Berger, l’Amérique est partout maintenant ! On a Lady Gaga, le shopping centre et le dernier Apple ! Alors consolez-vous !

http://classiques.uqac.ca/

mardi, 07 mai 2013

Relire le Capital au-delà de l’économie

Relire le Capital au-delà de l’économie

Pierre Le Vigan
 
Paul Boccara fut longtemps un des principaux responsables avec Philippe Herzog de la section économique du PCF, des années 1970 aux années 90. Il est resté, contrairement à Philippe Herzog rallié à une vision libérale de l’Europe, attaché à ne pas jeter par-dessus bord l’héritage de la pensée marxiste.
 
Paul Boccara est l’auteur de travaux pertinents à l’époque mais datés sur le capitalisme monopoliste d’Etat (CME). Mais on lui doit aussi des essais regroupés sous le titre Sur la mise en mouvement du ‘’Capital’’ et parus en 1978 (éditions sociales-Terrains). Il y explorait le caractère dynamique et inachevé du Capital de Marx. Il appelait à prolonger Marx dans une réélaboration continue. Il s’attachait aussi à rejeter à la fois l’antihumanisme théorique de Louis Althusser et l’hyper humanisme philosophique de Roger Garaudy (celui des années 70), discutant aussi les conceptions de Maurice Godelier.
 
 
Le dernier essai de Paul Boccara prolonge ces travaux. Ce que l’auteur retient de Marx c’est non pas une doctrine figée mais la tentative de saisir la réalité phénoménale du capitalisme. Paul Boccara retient d’abord le projet fondateur de Marx, celui d’une critique de l’économie politique, autrement dit la volonté d’aller au-delà de l’économie, de reconstruire la société sur d’autres bases que les liens économiques entre les hommes. C’est la veine associationniste de Marx qui est mise en valeur ici. 
 
Avec l’idée d’anthroponomie Boccara reprend l’idée de Marx comme quoi le capitalisme représente une révolution anthropologique 
 
Le point de vue de Marx que Paul Boccara reprend particulièrement est le fait que le capitalisme changerait la nature humaine elle-même, constituant une révolution anthropologique, agissant sur les sphères non économiques de la vie humaine, ce que P. Boccara appelle l’anthroponomie, une idée centrale chez Marx. « En même temps que l’homme agit par ce mouvement de la production sur la nature extérieure  et la modifie, il modifie sa propre nature » (Marx, Le Capital, Livre I). Cette hypothèse de la production de l’homme par lui-même est présente chez Marx dès les Manuscrits de 1844. 

 
En outre, dans la lignée du Livre III du Capital, P. Boccara développe une analyse de la suraccumulation/dévalorisation du capital qui l’amène à mettre en cause avant tout le gaspillage capitaliste des êtres humains. C’est donc moins en fonction (ou pas seulement) de l’objectif d’une efficacité économique supérieure que d’un souci d’aller au-delà de l’économie que l’auteur se réfère à Marx, critique radical de l’économisme. De même, l’auteur développe des points de convergence entre analyses néo-marxistes et analyses néo-keynésiennes, Keynes ayant été pionnier en affirmant que « le développement du capital devient le sous-produit de l’activité d’un casino » (Théorie générale).
 
C’est pourquoi sur de nombreux points, Paul Boccara rejoint les propositions du collectif des « Economistes atterrés ». Très justement, Boccara insiste sur le choix par Marx de formes politiques décentralisées, autogestionnaires, au rebours de ses premières tendances, sous l’influence de la Révolution française, à la reprise des thèmes du centralisme révolutionnaire (Auguste Blanqui) et même de l’invention du concept de dictature du prolétariat. 
 
Marx n’était pas léniniste : il était pour l’autonomie ouvrière !
 
Il y a toutefois 3 points faibles dans les analyses de Paul Boccara. Face au capitalisme mondialisé, il ne comprend pas que la démondialisation est désormais la condition non suffisante mais nécessaire du dépassement du capitalisme et pour le dire plus clairement de la sortie du capitalisme car c’est de cela qu’il doit s’agir. La démondialisation est aussi une conséquence inévitable de la crise écologique. En outre, cette démondialisation ou relocalisation est cohérente par rapport à l’objectif marxiste de désaliénation. 

 
En second lieu, Paul Boccara prône une gouvernance mondiale. Faisant cela, il sous-estime, contrairement à Marx, le rôle nécessaire et persistant du politique. Or, si le politique retentit sur le monde, son lieu privilégié n’est pas le monde au sens de « les terriens » mais les peuples. On habite le monde mais on est citoyen d’un peuple, ou d’une communauté de peuples. 
 
Le libéralisme est anticonservateur au plan sociétal
 
Enfin, P. Boccara semble aveugle, contrairement à Jean-Claude Michéa ou Costanzo Preve - et aussi Francis Cousin -, au fait que le libéralisme est fondamentalement anticonservateur au plan sociétal, et que le capitalisme s’alimente d’une nouvelle culture pseudo-libertaire – le « nouvel esprit du capitalisme » étudié par Luc Boltanski et Eve Chiapello -, une culture qui, au nom de l’autonomie et des « droits » de l’individu aboutit à marchandiser tous les hommes et tout dans l’homme. Une élue du Parti socialiste, Christine Meyer, maire adjointe de Nantes, disait récemment : «En tant que femme de gauche, je fais un lien entre le libéralisme économique qui vise à supprimer toute norme ou règle faisant obstacle à la circulation généralisée des marchandises et la libération infinie des désirs qui elle aussi refuse toute norme ou obstacle.» (Marianne, 27 janvier 2013). On peut imaginer la formidable analyse que Marx aurait fait de ce processus. 
 

Machiavelli & the Conservative Revolution

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Machiavelli & the Conservative Revolution

By Dominique Venner

Ex: http://www.counter-currents.com/

Translated by Greg Johnson

Borne along by the French Spring, the Conservative Revolution is in fashion. One of its most brilliant theorists deserves to be remembered, even if his name has long been maligned. Indeed it is scarcely flattering to be described as “Machiavellesque” if not “Machiavellian.” It can be seen as an aspersion of cynicism and deceit. 

And yet what led Niccolò Machiavelli to write the most famous and the most outrageous of his works, The Prince, was love and concern for his fatherland, Italy. It was published in 1513, exactly 500 years ago, just like Albrecht Dürer’s “The Knight, Death, and the Devil [2].” A fertile time! In the early years of the 16th century, Machiavelli was nevertheless the only one to worry about Italy, the “geographical entity,” as Metternich later said. Then, one cared about Naples, Genoa, Rome, Florence, Milan, and Venice, but nobody cared about Italy. This had to wait a good three centuries. This proves that we should never despair. The prophets always preach in the wilderness before their dreams reach the unpredictable waiting crowds. We and some others believe in a Europe that exists only in our creative memory.

Born in Florence in 1469, died in 1527, Niccolò Machiavelli was a high official and diplomat. His missions introduced him to the grand politics of his time. What he learned, and what he suffered for his patriotism, prompted him to reflect on the art of conducting public affairs. Life had enrolled him in the school of great upheavals. He was 23 years old when Lorenzo the Magnificent died in 1492. The same year, the ambitious and voluptuous Alexander VI Borgia became Pope. He swiftly made one of his sons, Cesare (at that time, the popes cared little for chastity), a very young cardinal and then the Duke of Valentinois thanks to the king of France. This Cesare, gripped by a terrible ambition, cared nothing about means. Despite his failures, his ardor fascinated Machiavelli.

But I anticipate. In 1494 came a huge event that would change Italy for a long time. Charles VIII, the ambitious young king of France, made ​​his famous “descent,” i.e., an attempt at conquest that upset the balance of the peninsula. After being well-received in Florence, Rome, and Naples, Charles VIII then met with resistance and was forced to retreat, leaving a terrible chaos. It was not finished. His cousin and successor, Charles XII, came back in 1500, this time for longer, until Francis I became king. Meanwhile, Florence was plunged into civil war, and Italy was devastated by condottieri greedy for loot.

Appalled, Machiavelli observed the damage. He was indignant at the impotence of the Italians. From his reflections arose The Prince in 1513, the famous political treatise written thanks to its author’s disgrace. The argument, with a compelling logic, seeks to convert the reader. The method is historical. It is based on the confrontation between the past and the present. Machiavelli stated his belief that men and things do not change. This is why the Florentine councilor continues to speak to us Europeans.

Following the Ancients–his models–he believes Fortune (chance), represented by a woman balancing on an unstable wheel, rules half of human actions. But she leaves, he says, the other half ruled by the virtues (qualities of manly boldness and energy). Machiavelli calls for men of action and teaches them how to govern well. Symbolized by the lion, force is the primary means to conquer or maintain a state. But one must also have the cunning of the fox. In reality, one must be both lion and fox. “We must be a fox to avoid traps and a lion to frighten wolves” (The Prince, ch. 18). Hence his praise, devoid of any moral prejudice, of Alexander VI Borgia, who “never did anything, and never thought of doing anything, other than deceiving people and always found a way to do so” (The Prince, ch. 18). However, it is in the son of this curious pope, Cesare Borgia, that Machiavelli saw the incarnation of the Prince according to his wishes, able “to win by force or fraud” (The Prince. ch. 7).

Placed on the Index by the Church, accused of impiety and atheism, Machiavelli actually had a complex attitude vis-à-vis religion. Certainly not devout, he nevertheless went along with its practices but without abdicating he critical freedom. In his Discourses on the First Ten Books of Titus Livy, drawing lessons from ancient history, he questioned which religion best suits the health of the state: “Our religion has placed the highest good in humility and contempt for human affairs. The other [Roman religion] placed it in the greatness of soul, bodily strength, and all other things that make men strong. If our religion requires that we have strength, it is only to be more capable of suffering heavy things. This way of life seems to have weakened the world, making it easy prey for evil men” (Discourses, Book II, ch. 2). Machiavelli does not risk religious reflection, but only a political reflection on religion, concluding: “I prefer my fatherland to my soul.”

Source: http://www.dominiquevenner.fr/2013/04/machiavel-et-la-revolution-conservatrice/ [3]


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[2] The Knight, Death, and the Devil: http://en.wikipedia.org/wiki/The_Knight,_Death_and_the_Devil

[3] http://www.dominiquevenner.fr/2013/04/machiavel-et-la-revolution-conservatrice/: http://www.dominiquevenner.fr/2013/04/machiavel-et-la-revolution-conservatrice/

mercredi, 01 mai 2013

The Third Political Theory

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The Third Political Theory

By Michael O'Meara 

Ex: http://www.counter-currents.com/

“We will march to fight for Holy Russia/
And spill as one our blood for her.”
—White Army song

The “Third Political Theory” (3PT) is what Alexander Dugin, in The Fourth Political Theory [2] (2012), calls Fascism and National Socialism.[1]

According to Dugin, National Socialist Germany and Fascist Italy were not just militarily, but ideologically defeated in the Second European Civil War (193945)—victims of “‘homicide’, or perhaps ‘suicide’.” Thereafter, these two national anti-liberal ideologies allegedly “overcome by history” ceased to address the great challenges facing European man. Then, with Communism’s fall in 1989/91, the second major anti-liberal “theory” opposing the Judeo-financial forces of Anglo-American liberalism collapsed. Today’s anti-liberal struggle, Dugin concludes, requires an ideology that has not “been destroyed and disappeared off the face of the earth.”

There is nothing in The Fourth Political Theory likely to please the Correctorate—which is, perhaps, reason for reading it. Nevertheless, Dugin’s effort to develop a compelling new “theory” appropriate to the global anti-system resistance must be judged (I’ll not be the first to say) a “failure”—an interesting failure, admittedly, but one also constituting a possible snare for the anti-system opposition, especially in its misleading treatment of 3PT and its implications for the anti-system resistance.

***

In early 1992, not long after the Soviet collapse, Alain de Benoist, the Paris-based leader of the French “New Right” (who was then just discovering le facteur Russie), was invited by Alexander Dugin to meet in Moscow. Though elements within the Correctorate immediately raised the specter of a “red-brown alliance”[2] (which apparently caused Benoist to keep his distance) and though petty differences continued to divide them, Dugin was eventually accepted as a kindred, anti-liberal spirit, sharing, as he does, the New Right’s Traditionalism (Evola), political theology (Schmitt), Heideggerian ontology, anti-Americanism, and tellurocratic geopolitics (Haushofer). In recent years, their differences seem to have succumbed to all that link their closely related projects.

Dugin has since become a prominent fixture in the NR constellation, sharing the heavens with Benoist. This prominence is entirely deserved, for the gifted Dugin (something of a one-man think tank) is conversant in all the major European languages, erudite in the anti-liberal and esoteric heritage the NR rescued from the postwar Memory Hole, and, above all, an uncompromising, metapolitically-prolific opponent of the United States, “the citadel of world liberalism” and thus the principal source of evil in our time.

The exact nature of Dugin’s project (embracing various elements shared by Europe’s anti-system opposition) has, though, never been entirely clear when viewed from afar. This seems due less to the many bad English translations of his early articles or the numerous conflicting interpretations that can be found of his work—than to a remarkable political itinerary (possible only in the last sovereign white nation on earth) that took him from the political fringes to the heights of power: an itinerary that began with his membership in the ultra-nationalist and anti-Semitic Pamyet Party in the late 1980s, followed by the post-Soviet Communist Party of Gennady Zyuganov, next the National Bolshevik Party and certain other Eurasianist formations, then the Orthodox-monarchist Rodina bloc, and, for the last decade, after achieving national prominence as a “public intellectual,” an occasional adviser to Vladimir Putin and the Russian Duma.

These formations and capacities, each respectable, together raise certain obvious questions about the nature of a political project that spans such a wide spectrum of belief and blends such an eclectic mix of seemingly incompatible ideas (Evolean Traditionalism, NR thought [already a pot-pourri des idées divergentes], Eurasianism, inter alia) into a worldview suitable to the post-Soviet Russian state.

Arktos’ nicely translated and edited publication is such a publishing event precisely because it gives the Anglophone world its first book-length exposure to Dugin’s thought and thus a clearer view of his NR project.

***

Though still difficult to pigeonhole, I’ve become increasingly critical of Dugin over the years, mainly on account of his Eurasianism—which is not a National Bolshevism in the German sense (of allying Russia and Europe and hence overcoming the narcissistic differences dividing the Greco-Slavic East from the Romano-Germanic West), but rather something of a prospective state ideology inclusive of the Jews, Muslims, and Turks occupying Russian lands—more concerned thus with geopolitical than ethno-civilizational (state power rather than Russian) hegemony—and hence something potentially anti-cultural. This threat is underscored by Dugin’s formal allegiance to the ethnopluralist, multiculturalist, and communitarian principles (spin-offs of the Western universalism he formally opposes) that are key components of Benoist’s culturally-relativist “pluriversum.”[3]

Though unintended, these principles shared by Dugin and Benoist cannot but endanger Europeans, for they legitimize Islam’s colonization of their historic lands, just as they risk turning European Russians into a Turkic-Slavic or Asian people, and thus away from the destiny they share with other Europeans (the “Boreans”: the white or Indo-European peoples of the North).

In his talk at Identitär Idé IV, Dugin the ethnopluralist even toyed with the Left-wing fiction that “race” (as a scientific or zoological concept) is a “social construct” (in spite of his Evolean Tradionalism, which acknowledges the significance of “race” in both its physical and spiritual sense).[4] His position here, though it wavers at times, is like Benoist’s in slighting the racial fundament of what Saint-Loup called the patrie charnelle—the genetic and territorial heritage without which Europeans cease to be who they are.[5]

Dugin, of course, is correct in dismissing “race” as a key social determinant. The white man’s impending demise is spiritual, not biological, in origin. (This, incidentally, is why an American White Nationalism that appeals mainly to race is already a failed project.) Spirit is always primary and the materialist or biological basis of human existence is simply a vehicle of the spirit.

But however “insignificant” as a determinant, race is nevertheless indispensable—in the sense that man’s world is impossible without it. For man is a living, blood-infused being: change his blood (race) and you change his spirit. As it is with being and Being, there is no spirit without blood—the blood distinct to man’s “being-t/here” (Dasein). This doesn’t mean that blood explains or determines anything (at least directly), only that the genetic heritage cannot be dispensed with, without dispensing with the very condition (the “thrownness and facticity”) of human being. Not to see that race, stock, and kinship is an inextricable facet of being is not to see the necessarily embodied nature of Dasein. In fact, Dugin’s is not Heidegger’s Dasein, but an “idealism” (like his Traditionalism).

Dugin’s concessions via Benoist to the miscegenating principles of globalist cosmopolitanism, along with his Turko- and Islamophilia, are evident not just in a Eurasianism that mixes white and yellow, Christian and Islamic peoples in a single polity (instead of promoting the cultural homogeneity characteristic of the West European lands of the High Culture), but also in his stance on the former Faye-Benoist debate on ethnonationalism and communitarianism.

Guillaume Faye is no Vestal Virgin[6], admittedly, but on the decisive issues—race, culture, immigration, Islam—he has stood against the system’s ethnocidal forces for the sake of European Europe, while Dugin, again like Benoist (who in 2000 publicly denounced Faye as a “racist,” just as the French state had launched a judicial assault on him for inciting “racial hatred”), has repeatedly sought an accommodation with the anti-white forces (which probably accounts for a certain Third-World/Islamic interest in 4PT).

In The Fourth Political Theory, Dugin depicts Benoist as a fellow toiler in 4PT and explicitly identifies him with his project. This follows Benoist’s similar public affiliation with 4PT in Moscow in 2009.[7] In spite of their lingering differences, this collaboration between the Paris and Moscow New Rights in recent years seems aimed at giving their related brands of NR discourse (rechristened 4PT) a larger, more consequential audience. (But here I speculate, given that I no longer read their publications.)

Cui bono? For the “political soldier” (who, Dugin believes, is obsolete), for the white ethnonationalist, and, I suspect, for the Russian nationalist, Dugin’s affinity with Benoist, along with his anti-racist opposition to Faye, must set off alarms, signaling, as it does, Dugin’s allegiance to the most communitarian and ethnopluralist—i.e., the most politically correct and demographically compromising—of the NR tendencies.

***

The Fourth Political Theory is full of insightful discussions of 1PT (liberalism) and 2PT (Communism), which is another reason for reading it, but, strangely, there is almost no discussion, except in passim, of 3PT (Fascism/National Socialism)—perhaps because this “theory” was itself a negation of theory—and thus a negation, among other things, of the “modernism” Dugin rather simplistically attributes to it.

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Just as questionably, he treats National Socialism and Fascism, though obviously different, as closely related tendencies, while at the same time ignoring their common roots in an earlier history of anti-liberal resistance. He similarly neglects the post-1945 extensions of this supposedly moribund “theory,” refusing to accept that 3PT did not die after the war and, more important, that the historical forces which once made it a power in the world (the destruction of meaning and the social-economic dislocations that come with excessive liberalization: think today’s “globalization”) are presently creating conditions conducive to another mass, “fascist”-style, anti-liberal insurgence.[8]

For Dugin, 3PT—let’s call it “fascism” (lower case)—is understood in a way not unlike that of the Communist International following its Popular Front turn (1934). In endeavoring then to rally the democratic plutocracies to a collective-security alliance with the Soviet Union against insurgent Germany, the Comintern used “fascism” as a generic term to describe a multitude of movements, allegedly in cahoots with the most reactionary and militaristic factions of Big Capital, but having little else in common other than their anti-liberal or anti-Communist defense of the nation or the nation’s tradition.

Not just Italian Fascists and German National Socialists, but the KKK and Republicans in the US, Franquistas and Falangists in Spain, the “leagues” and others in France, Catholic Rexists in Belgium, Orthodox Iron Guardists in Romania, and virtually every tendency of the interwar period opposing the nihilistic devastations of “democratic capitalism,” Soviet Communism, or Jewish chicanery ended up tagged as “fascist.” Conceptually, this “fascism” was so vacuously defined that “cognitive control over entry criteria into the class was all-but-lost,” as the term evolved into a form of liberal or Left-wing exclusion—like the term “racism.”

After 1945, both the Left and the Academy continued to follow the Comintern line, using the term “fascism” to describe everything or everyone who might oppose 1PT or 2PT in the name of some tradition or rooted identity (what Dugin calls “Dasein”). There’s nothing “scientific” (i.e., rigorous) here, for the term is expressly used to demonize whomever or whatever opposes the forces of capitalist or Communist subversion—usually because the arguments and claims justifying their practices cannot withstand rational scrutiny, even in their own courts. That Dugin uses the term in the same way suggests something about his own assessment of European anti-liberalism.

***

The second major problem with Dugin’s treatment of 3PT (specifically Fascism and National Socialism) is that he fails to acknowledge that these “ideologies” originated not ex nihilo in the 1920s and ’30s, but from a half-century long movement that had emerged in opposition to similar modernizing forces propelled by Jewish and speculative interests profiting from liberalism’s ongoing economization of European life. Not seeing or stressing the social-historical crucible out of which 3PT emerged causes him to miss the larger counter-modernist intent of its “Third Way.”

3PT struggles against liberal modernity, already beyond Left and Right, first stepped onto the historical stage in the late 19th century, as elements from the revolutionary anti-liberal wing of the labor movement joined elements from the revolutionary anti-liberal wing of the nationalist movement to resist liberalism’s Hebraic (i.e., usurious) model of state and society—a model which turns the nation into a market, caters to cosmopolitans, and denies it a history and destiny.[10]

In this sense, German National Socialism and Italian Fascism represented continuations of these earlier socialist and nationalist expressions of anti-liberalism, being sui generis mainly in embodying the specific spirit and tenure of their age.

Like our court historians, Dugin cannot define “fascism,” except vacuously. Indeed, it can only be defined vacuously given that “fascism” was an ideological deception, for there was only one Fascism and numerous distinct and particularistic forms of 3PT: anti-liberalism, anti-capitalism, anti-Communism, anti-modernization, anti-Semitism, ultranationalism, etc.—sometimes overlapping with one another, sometimes not—but, in most cases, defending their collective Dasein in terms of a specific land and people.

In a similar stroke, Dugin ignores the historical circumstances that brought Italian Fascism and German National Socialism to power: the profound material and psychological dislocations of the 1914–18 war and the devastating economic crisis that followed in the ’30s. If more attention were paid to this aspect of his subject, he might have noticed that since the crisis of 2008, economic stagnation, predatory confiscations by the Robber Barons, and the hollowing out of European institutions, preeminently the state, have created conditions in which another mass form of 3PT may arise to challenge the ethnocidal forces in command of state and society.

If this should occur, the Third Political Theory (the “anti-liberal” and hence anti-system “ideology”), which arose in rebellion against liberal modernity and corporate capitalism in the 1890s, and was called “fascism” in the 1920s and ’30s, is likely to assume what earlier were the unforeseeable forms of identitarianism, goldendawnism, casapoundism, and whatever other revolutionary nationalist tendency that presently fights the liberal devastation of European life in the name not necessarily of “race,” “state,” or theory (as Dugin has it), but in that of the traditions defining Europeans as a people (i.e., as Dasein and Mitsein—concepts, via Martin Heidgegger, native to 3PT).[10]

Not coincidentally, the tendencies that today represent 3PT are as distinct and different as the “fascisms” of the interwar period, though each belongs to the same epochal rebellion against liberal modernization that was defeated in 1945 and is only now, and still hesitantly, beginning to reassert something of its former oppositional significance.

Anti-liberals are nevertheless indebted to Dugin for giving them the term “3PT”—because they can now refrain (when being forthright) from describing or thinking of themselves as “fascists” (who, to repeat, were part of something born of an earlier European struggle against the rising forces of Jewish modernity)[11] and therefore ought, more accurately, to be seen as expressions of this larger historical movement (3PT), which has had many different manifestations, most of which converged in resisting the ethnocidal forces associated with capitalism, Communism, or the Jews. Beyond that, there was little ideological similarity (“theory”).

However 3PT is characterized—as “fascist” or as a larger anti-liberal movement—it continues to speak to the present world situation, for unlike the timid imputations of 4PT and the apoliteia lingering in its antecedents, it has an indisputable record of fighting the dark legions of the Antichrist—not for the sake of a theory, but for certain primordial identities rooted in blood and spirit, kin and countrymen. Indeed, if Europeans are to survive the 21st century, it seems likely that they will have to fight for something of greater “mythic” significance than the self-effacing, bloodless, theoretical tenets of 4PT.

As it was with Fascism and National Socialism in their time, 3PT in our time is also likely to reject the established political arenas and manifest itself “extra-institutionally”—against the Troika (IMF-ECB-EC) and its Masonic Parliaments, Money Changers, and Judeo-Americanists—as it resists liberalism’s nation-destroying effects and, more generally, the usurious system the US imposed on defeated Europe in 1945.

In the new political arenas it will create (analogous to 2PT’s Soviets), 3PT’s appeal will not be to a party, a theory, or a metaphysical abstraction (Dasein), but to the “sovereign people” (diminished as his term may be in the “society of the spectacle”)—as it (3PT) rallies the opposition against an unreformable system threatening Europeans with extinction.

And like its earlier manifestations, today’s 3PT struggle will create a counter-hegemony anticipating a future in which Europeans are again free to pursue the destiny born of their Gothic “kings and emperors.” It will not promote an “affirmative action” program for international relations or seek to ensure the communitarian integrity of the alien populations occupying their lands.

***

The third and most significant problem in Dugin’s treatment of 3PT lies in ignoring its postwar extensions and thus in failing to recognize those aspects of postwar “fascist” thought relevant to the current situation, especially now that it has shed its earlier petty-state nationalism, bourgeois (“vertical”) racism, and anti-Slavism.

Dugin and Benoist are both extraordinarily creative forces, from whom much can be learned, but ideologically the project of these “free-floating intellectuals” are closer in spirit to Britain’s “Traditionalist” Prince Charles than to such postwar 3PT figures as the American Vabanquespieler, Francis Parker Yockey, whose so-called “postwar fascism” took the theory and practice of 3PT to a point not yet attained by 4PT or NR thought.

Yockey would know nothing of Dugin’s postmodernity, but by the early 1950s, based on European aesthetic (i.e., Spenglerian) rather than scientific objective criteria and thus with a sort of postmodernism avant la lettre, he had worked out a prescient understanding of what lay ahead, offering both an analysis and a means of fighting whatever postmodern form Satan’s Synagogue might assume.[12] It’s hardly coincidentally that the postwar anti-liberal resistance starts—and culminates—with him.

troiPyr84471870_o.pngA revolutionary imperial struggle against the Atlanticist Leviathan (aka the NWO)—the struggle to which Yockey gave his life—revolves around the formation of a Euro-Russian federation to fight the thalassocratic powers: les Anglos-Saxons incarnating the Protestant ethic and the spirit of capitalism—England and America—whose hedonist dictatorship of “creative destruction” was not the invention of maniacal Jews, but entirely homegrown, given that it was born at Runnymede; came of age with Henry VIII’s sacrileges, which turned Christianity into a religion of capitalism (Protestantism); and triumphed with the Whig Oligarchy that has dominated the Western world since 1789, when its Continental ideologues overthrew the French monarchy, representing a “Catholic” and regalian modernity.[13]

By 1952, Yockey understood that both the liberation and destiny of Europe were henceforth linked to Russia—the sole world power capable of resisting the satanic counter-civilization geopolitically aligned along the Washington-London-Tel Aviv axis.[14]

Resisting the Leviathan, the movement stretching from Yockey, Saint-Loup, René Binet, and others in the 1940s and 50s, to Jean Mabire, François Duprat, and Jean Thiriart in the ’60s and early ’70s, and to the current generation of revolutionary nationalist, identitarian, and other “Third Way” or anti-system tendencies awakened by the golden dawn[15]—attests (I would think) to the continuing vitality of this allegedly moribund “theory,” especially compared to the deedless metapolitics of NR or 4PT discourse.

In contrast to 4PT, there beats at the heart of 3PT the spirit not of theory but of practice. The great 3PT tribunes all followed Pisacane in their conviction that “ideas spring from deeds and not the other way around.” What always is (and has been) most lacking is not ideas, but men to realize them. There are, as such, no metapolitics without politics.

Privileging Evola’s royal way to Guénon’s sacerdotal, the 3PT resistance distinguishes itself today by fighting for socialism against the Left, for nationalism against the Right, and for Europe’s “difference” against the multi-racialist ideologues of 4PT.

***

After 1945, 3PT’s POWs were exiled to the margins of European society. It is from there, accordingly, that the final assault on the liberal center is being prepared. For the propagandists of the deed—intent on ridding Europe of her usurers and alien interlopers, and thus of resuming her destiny—Dugin’s theory is a detour from the Euro-Russian Imperium offering the one possibility of creating not the utopia of 4PT multipolarity or replicating the vileness of US unipolarity, but of establishing a peaceful world order based on Borean principles. 

Notes 

1. Alexander Dugin, The Fourth Political Theory, trans. M. Sleboda and M. Millerman (London: Arktos, 2012).

2. Thierry Wolton, Rouge-Brun: Le mal du siècle (Paris: Lattès, 1999).

3. Michael O’Meara, “Benoist’s Pluriversum: An Ethnonationalist Critique,” The Occidental Quarterly 5: 3 (Fall 2005); http://toqonline.com/archives/v5n3/53-mo-pluriversum.pdf [3]. Also Michael O’Meara,”Community of Destiny or Community of Tribes?,” Ab Aeterno n. 2 (March 2010); http://www.counter-currents.com/2010/08/community-of-destiny-or-community-of-tribes/ [4].

4. Dugin’s Identitär Idé IV talk is at http://www.youtube.com/watch?v=7X-o_ndhSVA [5]. On race and Traditionalism, see Julius Evola, Éléments pour une éducation raciale, trans. G. Boulanger (Puiseaux: Pardès, 1984 [1941]); also Frithjof Schuon, Castes and Races, trans. M. Pallis and M. Matheson (Bedfont, UK: 1982 [1959]).

5. Saint-Loup, “Une Europe des patries charnelles,” Défense de l’Occident, n. 136 (March 1976).

6. Michael O’Meara, Guillaume Faye and the Battle of Europe (London: Arktos, 2013).

7. http://www.evrazia.tv/content/alien-die-bienua-o-chietviertoi-politichieskoi-tieorii [6].

8. George Friedman, “Europe, Unemployment and Instability” (March 5, 2013), http://www.stratfor.com/weekly/europe-unemployment-and-instability [7].

9. Karlheinz Weissmann, Der Nationale Sozialismus: Ideologie und Bewegung 1890–1933 (Munich: Herbig, 1998); Zeev Sternhell, La Droite révolutionnaire 1885–1914: Les origines françaises de fascisme (Paris: Seuil, 1978); Arnaud Imatz, Par-delà droite et gauche: Histoire de la grande peur récurrente des bien-pensants (Paris: Godefroy de Bouillon, 2002).

10. Pace Dugin, Martin Heidegger remained a proponent of 3PT, evident in his National Socialist critique of Hitler’s regime; see his “second magnum opus,” Contributions to Philosophy (From Enowning), trans. P. Emad and K. Maly (Bloomington: Indiana University Press, 1999 [1936-38/1989]).

11. On the essentially “Jewish” character of “modernity,” see Yuri Slezkine, The Jewish Century (Princeton: Princeton University Press, 2004).

12. Francis Parker Yockey, The Proclamation of London (Shamley Green, UK: The Palingenesis Project, 2012 [1949]); Francis Parker Yockey, “The Prague Treason Trial: What Is Behind the Hanging of Eleven Jews in Prague” (1952), http://www.counter-currents.com/tag/the-prague-treason-trial/ [8].

13. E. Michael Jones, The Jewish Revolutionary Spirit and Its Impact on World History (South Bend, Ind.: Fidelity Press, 2008); Steve Pincus, 1688: The First Modern Revolution (New Haven & London: Yale University Press, 2009).

14. Desmond Fennell, Uncertain Dawn: Hiroshima and the Beginning of Post-Western Civilisation (Dublin: Sanas, 1996).

15. Nicolas Lebourg, Le Monde vu de la plus extrême droite: Du fascisme au nationalisme-révolutionnaire (Perpignan: Presses Universitaires de Perpignan, 2010).

 


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[2] The Fourth Political Theory: http://www.amazon.com/gp/product/1907166564/ref=as_li_ss_tl?ie=UTF8&camp=1789&creative=390957&creativeASIN=1907166564&linkCode=as2&tag=countercurren-20

[3] http://toqonline.com/archives/v5n3/53-mo-pluriversum.pdf: http://toqonline.com/archives/v5n3/53-mo-pluriversum.pdf

[4] http://www.counter-currents.com/2010/08/community-of-destiny-or-community-of-tribes/: http://www.counter-currents.com/2010/08/community-of-destiny-or-community-of-tribes/

[5] http://www.youtube.com/watch?v=7X-o_ndhSVA: http://www.youtube.com/watch?v=7X-o_ndhSVA

[6] http://www.evrazia.tv/content/alien-die-bienua-o-chietviertoi-politichieskoi-tieorii: http://www.evrazia.tv/content/alien-die-bienua-o-chietviertoi-politichieskoi-tieorii

[7] http://www.stratfor.com/weekly/europe-unemployment-and-instability: http://www.stratfor.com/weekly/europe-unemployment-and-instability

[8] http://www.counter-currents.com/tag/the-prague-treason-trial/: http://www.counter-currents.com/tag/the-prague-treason-trial/

samedi, 27 avril 2013

La France, la loi et la légitimité

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Claude Bourrinet:

La France, la loi et la légitimité

Ex: http://linformationnationaliste.hautetfort.com/

En France, les deux sources de légitimité politique, comme il va de soi, du reste, dans la plupart des nations, a été Dieu et le peuple. L’héritage indo-européen du roi sacré, réactivé par l’apport germanique et la figure vétérotestamentaire de David oint par le Seigneur, a donné à l’Etat la caution divine qui a fondé longtemps sa légitimité. Il en restait quelque bribe dans le rapport parfois mystique qu’entretenait la foule avec la haute figure d’un De Gaulle, que l’on cherchait à « toucher », comme un monarque de droit divin. Le christianisme étant par ailleurs la respublica christiana, le peuple chrétien, il était normal que cette assise populaire fût aussi adoptée, à l’âge moderne, par le technicien de la chose publique, dans un contexte plus sécularisé. Néanmoins, la désacralisation du rapport vertical entre la tête et le corps de la société ne fut jamais totale. Une mystique de l’onction populaire est à la base de la conception démocratique du pouvoir, la notion de « démocratie » s’entendant au sens littéral, qui n’équivaut pas au légalisme électoraliste des régimes libéraux contemporains, mais à un lien profond entre le démos et l’Etat. On peut concevoir le rituel du vote comme un cérémonial qui délivre cycliquement à l’Etat un influx prenant sa source plus dans la foi ou la confiance, que dans la rationalité.


La conjonction entre les deux voies de légitimité politique, qui, d’une façon ou d’un autre, se réclamaient de la vox populi, a donné le ton de tout engagement public, qu’il fût au sommet ou à la base de la société. Jusqu’à ce qu’on s’avisât, depuis quelque temps, que la gestion d’un pays relevait plutôt de la « gouvernance », et qu’il n’y avait guère de différence entre la maîtrise des hommes et celle des choses. C’est ce que signifia, de manière abrupte, Margaret Thatcher, lorsqu’elle affirma que la société n’existait pas, mais seulement des impératifs économiques qui motivaient entreprises et individus.

La « dame de fer », bien qu’ayant inspiré le néoconservatisme politique, qui, sous son appellation de reaganisme, allait révolutionner la conception politique de la droite occidentale, n’avait pas tout à fait adhéré, en apparence, aux principes du postmodernisme, qui, d’une certaine façon, considère que tout n’est que société. Ou plutôt, devrait-on dire, que tout est sociétal. Ce qui n’enlève rien aux soubassements libéraux d’une telle assertion, puisque la société a vocation, in fine, à être marchandisée, comme le reste du réel existant.
La postmodernité se définit par sa logique déterritorialisante : elle arrache toute vie à son terreau naturel pour en faire un produit charrié par le flux illimité du commerce.


Ce que les mots veulent dire


Confucius conférait aux mots un pouvoir que d’aucuns jugeraient exorbitant. Ou plutôt, il considérait que l’accord sur la bonne définition de ceux-ci permettait de bien gouverner les hommes.


Or, ce qui s’est dilué avec la liquéfaction générale des choses et des liens, c’est bien le sens des mots. Les transgressions multidimensionnelles, et la métamorphose des réalités humaines traditionnelles en réseaux pulsionnels, ont vaporisé le dictionnaire vernaculaire. Tout sceptique en serait ravi, qui verrait dans notre monde l’incapacité à dire, à transmettre et à recevoir. Le cours du monde, du reste, s’accélérant, et se détachant du sol de son Histoire, le vocable n’est plus guère susceptible d’invoquer quoi que ce soit de permanent, et le lexique n’est plus qu’un vain fantôme que l’on exhibe, dans cette fête foraine qu’est devenu la politique, un croquemitaine, parfois, tout juste bon à faire comme si nous étions effrayés. Ainsi des étiquettes comme « fascisme », « communisme », « révolution » etc.
Et même « peuple ».


Il est d’actualité de s’y référer à l’occasion des « manifs pour tous » ou autres sautes d’humeur. Caroline Fourest a nié que les réfractaires au mariage pour tous fussent du « peuple ». Elle a regardé leurs chaussures, et a conclu que c’étaient des bourgeois. Pour un peu, elle se serait référée à la Commune, comme Taubira chantonnant le Temps des cerises. La canaille, eh bien j’en suis !

C’est à mourir de rire, bien sûr. Qui ne sait que les porteurs de Rolex et autres bobos homos sont sans doute bien plus à l’aise dans la société de consommation made in California qu’un catho tradi, qui a, au moins, en sa faveur une répugnance pour Mammon, ce qui est désormais loin d’être le cas dans la Gauche caviar et décomplexée.
De fait, le « peuple », soit il s’abstient, soit il vote pour le Front national.


Le destin national


Si l’on prend le temps et la distance de considérer le destin français, voilà ce que l’on constate : des peuples disparates ont occupé notre sol au fil des âges, et des strates de civilisations se sont superposées, et ont plus ou moins fusionné sans abdiquer leur singularité. Si bien que l’Histoire de France peut être considérée comme blanche, chrétienne, et d’héritage celte, grec et latin. Et comme la société d’autrefois, longtemps, est restée paysanne, c’est-à-dire vouée à la permanence des structures et des mentalités, tout ce qui sourdait de ce substrat lui était consubstantiel. Même les villes, au dam de Descartes, en étaient des excroissances naturelles, bien que leur logique les eût portées vers d’autres horizons. Les corporations étaient le reflet urbain de l’enracinement paysan.

 
L’Etat, en France, fut toujours, comme tout Etat, mais à un degré extrême, le fruit de la volonté. Néanmoins, et quoiqu’il imposât sa dure étreinte sur le corps d’une Nation qu’il modelait à sa guise, il n’attenta que peu à la réalité des patries charnelles. Un Français était sujet du Roi, mais aussi picard ou auvergnat. La France était ainsi une petite Europe, car elle cultivait la diversité. Mais elle réalisait aussi ce qui manquait à l’Europe, l’unité.


Faut-il traduire l’arrachement civilisationnel qui suivit l’avènement de la modernité, dès la Renaissance, comme une fatalité nécessairement réduite à donner ce que nous avons sous les yeux, un monde déréglé, délimité, déstructuré, déraciné, dénaturé et déshumanisé ? L’urbanisation universelle, l’industrialisation, la marchandisation mondiale, les idéologies humanitaristes et internationalistes, et d’autres facteurs, en ont été les déclinaisons, que certains estiment être des progrès, d’autres des catastrophes et les vecteurs véritables du déclin. Comment les peuples peuvent-ils perdre leur mémoire, leur vocation, leur être ?
Le gaullisme fut à plus d’un titre une divine surprise. Un peuple en décadence, dont les gouvernements, depuis la Grande Guerre, capitulaient devant la force des choses, ou bien se couvraient de ridicule, semblait reprendre le chemin de l’honneur, et se réapproprier son avenir. L’Etat, soudain, redevenait ce levier indispensable pour soulever le monde. Et l’Archimède de cette « révolution » était un homme doté d’une volonté de fer, assez lucide et machiavélique pour manier les hommes, et assez idéaliste pour être guidé par une haute idée de notre destinée. La lecture répétée du livre talentueux d’Alain Peyrefitte, « C’était de Gaulle », s’impose à celui qui veut retrouver une France qui était encore à la hauteur de sa vocation, une France indépendante, orgueilleuse, hardie, optimiste. On y puise à la source des idées riches et encore d’actualité. Car ce qui est frappant dans cet ouvrage admirablement écrit, c’est sa fraîcheur, son intelligence, et les rudes leçons qu’il nous prodigue. Un véritable programme, si l’on veut. A mettre entre toutes les mains, surtout des jeunes.

Le Général, certes, était entouré d’hommes qui avaient de la trempe, et qui étaient animés d’un enthousiasme qui nous fait envie maintenant. Cependant, bien que les résultats de notre économie, dirigée par un Etat fort, fussent superbes, que le chômage fût quasi inexistant, on sentait, au fil des témoignages, des anecdotes et des comptes rendus, que de Gaulle était loin d’être accepté par tous. Sa forte personnalité en imposait, mais certains n’attendaient qu’une occasion pour le trahir. Pompidou et Giscard, ces hommes de la finance, de la banque, adeptes de l’ouverture des marchés et de l’entrée de la Grande Bretagne dans l’Europe des six, n’attendaient que le bon moment pour agir. De Gaulle n’avait pas de mots assez durs pour critiquer une bourgeoisie, pour lui artificielle, appâtée par le gain, qui lisait à droite le Figaro, et à gauche l’Immonde (le mot est de lui). Il vilipendait aussi la caste des journalistes, partagée entre communistes et américanistes. Il condamnait un libéralisme coupable d’accroître l’injustice et de favoriser les tricheurs. Pour lui, seul comptait le lien mystérieux mais réel entre l’Etat, incarné par un homme, et un peuple se souvenant, comme tout bon aristocrate, de ce qu’il est, de son sang, de son patrimoine, de son passé. Et le plus miraculeux, c’est qu’on eut l’impression, au grand désappointement des Judas qui patientaient impatiemment, que le fil tenait, entre l’instinct populaire et la volonté d’un homme.


Une série de trahisons


L’effondrement de la fin des années soixante apparaît dès lors, soit comme une anomalie, soit comme l’expression nationale d’une fatalité mondiale. Le Général pressentait cet achèvement pitoyable. Il essayait de contrer l’américanisation des mœurs, du langage, des esprits, par une politique éducative forte. Mais comment affronter ce ras de marée ?
Le « mariage pour tous » est l’une de ces vagues lointaines de ces années là, un de ces déferlantes destructrices que nous envoie la civilisation matérialiste américaine. Depuis la mort du Général, le trop plein de palinodies, de rétractations, de cynisme et de trahisons a infesté l’élite nationale. Ce fut comme un débordement d’épandage. D’abord la droite se découvrit mondialiste, reaganienne, libérale, libre-échangiste, et fut convertie au grand marché européen, qui prit la place de cette belle idée, partagée par de Gaulle, d’une Europe puissance dont le noyau aurait été le couple franco-allemand; dans le même temps, la gauche se convertit au marché, à l’entreprise, au fric et au luxe, ouvertement, et tint pour une grande conquête de l’humanité le métissage généralisé, que la droite avait préparé par une politique d’immigration suicidaire. Puis vint le moment où on s’aperçut qu’il n’existait plus guère de France, ni de société française, ni même de français, et que l’Histoire de notre patrie n’était qu’un point de vue fallacieux, et que seul subsistait comme horizon le grand Océan du commerce, remué par les pulsions libératrice d’un individu enfin acteur de sa machine désirante.


Face à ce naufrage, quelle attitude faut-il avoir ?


Tout patriote encore attaché à la mémoire de son sang (j’appelle sang l’amour que l’on porte à son histoire nationale) est placé devant un dilemme : ou bien il considère que tout est foutu, que la décadence est irréversible, que la logique du monde doit aboutir infailliblement au désert actuel, et à l’oubli définitif de notre destin commun ; ou bien il pense que le sursaut national des années soixante, comme celui, jadis, incarné par la Geste de Jeanne, est une donnée itérative de notre caractère, que notre peuple, pour ainsi dire en dormition, doit se réveiller, et renouer avec sa vocation.

Les deux options, malgré leur nature antithétique, sont nobles. La première invite au retrait, à une réflexion profonde, à un ressourcement personnel, et à un espoir un peu désespéré d’un retournement lointain de la logique mortelle des choses. La deuxième convie à l’action, à une foi dans l’imminence de la victoire, car il serait impensable que le peuple français se renie à ce point.


Selon ce dernier point de vue, nous sommes un peu comme en juin 40. La défaite semble irrémédiable, et les collaborateurs s’en donnent à cœur joie. Les dirigeants de l’UMPS ont choisi de considérer que la victoire de l’Amérique allait de soi, et ils la souhaitent même. Ils ont méthodiquement, sournoisement, agressivement, comme des gens qui ont toujours haï notre nation, déconstruit tout notre dispositif de protection, anéanti nos bataillons industriels, livré notre culture à nos ennemis mortels, donné notre armée à l’état-major US, confié les guides du gouvernement à une entité technocratique supranationale, aboli les frontières et les repères, supprimé notre Histoire dans les classes, déshonoré nos ancêtres, discrédité l’autorité de l’Etat… Autrement dit, l’instrument étatique peut marcher, la police peut réprimer, l’autorité législative légiférer, le pouvoir exécutif exécuter, etc., tous ces rouages en mouvement ne produisent que du vide, ou ne servent qu’à démolir encore plus notre nation, notre identité et nos intérêts.


Dans cette optique, la loi et ce qui s’ensuit n’est plus légitime. Comme disent les Chinois, les gouvernements qui se sont succédés depuis une trentaine d’années, voire plus, ont perdu le mandat du Ciel. De Gaulle, avec l’Appel du 18 juin, a eu la prétention extravagante d’incarner la France. Pas celle que pourrait représenter tel gouvernement, mais la France éternelle, celle qui ne peut, comme il le dira plaisamment, fondre comme une châtaigne dans la purée. Et ce pari fut le bon.


« Ce sur quoi il ne faut jamais céder, c’est la légitimité, voyez-vous, c’est l’intérêt supérieur de la nation, c’est sa souveraineté. Primum omnium salus patriae. (Avant tout, le salut de la patrie).

La Nation est un tout. Ce n’est pas en manifestant, main dans la main, de façon pitoyable, contre le mariage homo, en criant, du reste, qu’on aime les homos, qu’on se refera une virginité. Boutin, Mariton, Collard et tutti quanti, badigeonnés en rose ou ceints d’une écharpe tricolore qui ne leur va pas du tout (ils devraient plutôt porter la bannière étoilée), ont beau jeu de berner le naïf, qui croit voir en eux des champions des « valeurs ». On sait très bien que l’UMP au pouvoir ne reviendra pas sur cette loi scélérate. La constitution d’un « thé party » à la française ne procède que d’une tactique électoraliste. Il n’y a que l’épaisseur d’un papier à joint entre l’agité friqué de « droite » et le bobo « cool » de « gauche ». Copé « moral » ? Quelle rigolade ! Hollande "socialiste" ? C'est une blague de très mauvais goût, et même une manifestation flagrante de débilité, de ramollissement du cerveau. Hollande et ses acolytes haïssent le socialisme, comme des bourgeois vulgaires.

Que l’on commence par interdire la conversion des élus en avocats d’affaires, et les conférences gratifiantes des chefs d’Etat, qui semblent par là recevoir le prix de leur salaire. Il est pour le moins étrange que les émoluments d’un Sarkozy, à la suite de ces traîtres que furent Gorbatchev ou Aznar, reçus par des organismes tels que Goldman Sachs, telle banque brésilienne ou telle université américaine, ne suscitent guère que des sourires un peu jaloux. Assurément, c’est un cas de haute trahison, l’indice infaillible d’un comportement qui est loin d’avoir été clair lorsque le pouvoir était en jeu. Imaginez-vous de Gaulle donner une conférence à 200 000 € à la bourse de Nouillorque ?

Claude Bourrinet 

http://www.voxnr.com

mercredi, 24 avril 2013

Sorel y el Sindicalismo Nacional

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Sorel y el Sindicalismo Nacional

 Gustavo Morales

Ex: http://alternativaeuropeaasociasioncultural.wordpress.com/

Si alguien se atreve a levantar su voz contra las ilusiones del racionalismo en el acto es considerado como un enemigo de la democracia

Georges Sorel (1847-1922) era un ingeniero francés, padre del revisionismo revolucionario que supera el carácter materialista del marxismo y llegará a ser básico para la génesis del fascismo. El ambiente intelectual de Sorel se enmarca en el Barrio Latino de París, muy lejos de las frías escuelas teoréticas de Viena.
Marxista confeso, Sorel pretende, originalmente, completar el pensamiento de su maestro. A principios del siglo XX el pensamiento socialista debe enfrentarse a una serie de problemas nuevos, difícilmente explicables mediante el análisis marxista ortodoxo. Sorel se desmarca de las estructuras racionalistas y destaca que el marxismo es la construcción de un mito revolucionario para ilusionar a las masas, negando su valor como explicación racional de la realidad.
Sorel niega el valor del racionalismo, al que acusa de corruptor. Antepone a Pascal y a Bergson frente a Descartes y a Sócrates. Sorel sustituye los fundamentos racionalistas y hegelianos del marxismo por:
1.- La nueva visión de la naturaleza humana que predica Le Bon, quien aconseja que "para vencer a las masas hay que tener previamente en cuenta los sentimientos que las animan, simular que se participa de ellos e intentar luego modificarlos provocando, mediante asociaciones rudimentarias, ciertas imágenes sugestivas; saber rectificar si es necesario y, sobre todo, adivinar en cada instante los sentimientos que se hacen brotar". Resume Le Bon que "la razón crea la ciencia, los sentimientos dirigen la historia".
2.- Por el anticartesianismo de Bergson. Las enseñanzas de Bergson permiten sustituir el contenido racionalista, es decir, utópico, del marxismo por los mitos revolucionarios. Sorel afirma que todo gran movimiento viene motivado por mitos. El método psicológico toma el relevo al enfoque mecanicista tradicional (1899), frente al método científico, el recurso a una teoría de los mitos sociales. Sorel no repudia el marxismo, incluso llega a defenderlo contra algunos socialistas democráticos. Se debe a que considera que no existe ninguna relación entre la verdad de una doctrina y su valor operativo en tanto que instrumento de combate. Sorel desplaza el mito de la esfera del intelecto y lo instala en la de la afectividad y la actividad. Una mentalidad religiosa contra la mentalidad racionalista. Sorel recuerda que Bergson nos ha enseñado que la religión no ocupa en exclusiva la región de la conciencia profunda, la ocupan también, por las mismas razones, los mitos revolucionarios. Con ello, Sorel rechaza el presunto carácter científico del marxismo y niega la posibilidad de la explicación social en términos cuasi matemáticos.
3.- Por la rebelión de Nietzsche.. La única actitud coherente del revolucionario es la negación de los valores imperantes y la afirmación de otros nuevos y rebeldes. En Reflexiones sobre la violencia, Sorel afirma: Los mitos no son descripciones de cosas, sino expresiones de voluntad... conjuntos de imágenes capaces de evocar en bloque y exclusivamente a través de la intuición, previamente a cualquier tipo de análisis reflexivo, la masa de los sentimientos que corresponden a las diversas manifestaciones de la guerra librada por el socialismo en contra de la sociedad moderna. Sorel identifica mito y convicciones, entendiendo éstas en términos de las ideas y creencias de Ortega. Sorel distingue entre la ética del guerrero, que apoya, y la del intelectual, que condena: Ya no hubo soldados ni marinos, sólo hubo tenderos escépticos.

Fases del pensamiento soreliano

Socialismo marxista

En una primera fase, los sorelianos metamorfosean el marxismo, construyen una nueva ideología revolucionaria, desechando las teorías marxistas de plusvalor y de clase. Sorel vacía el marxismo de hedonismo y de materialismo, haciéndolo pasar de ser una máquina intelectual esclerotizada a una fuerza movilizadora en pos de la destrucción de lo que existe, el mundo materialista burgués. La teoría de los mitos se vuelve el motor de la revolución y la violencia su instrumento: La violencia proletaria, no sólo puede garantizar la revolución futura, sino que, además, parece ser el único medio de que disponen las naciones europeas, embrutecidas por el humanismo, para recobrar su antigua energía. Para Sorel, sólo los hombres que viven en estado de tensión permanente pueden alcanzar lo sublime. En esa vía, Sorel reivindica el cristianismo primitivo y el sindicalismo de combate de su tiempo. No nos molestaremos en demostrar que la idea de violencia revolucionaria no se ciñe al derramamiento de sangre ni a la brutalidad, que son inherentes a la explotación del trabajador, camuflada bajo la cortina de humo del sufragio partitocrático. Por esa vía, también la crítica del sociólogo Pareto al marxismo, base de su teoría de las élites, se acerca a la de Sorel.
 

Sindicalismo nacional

En una segunda fase, a partir de que Sorel abandona el socialismo (1909), el mito nacional sustituye al mito exclusivamente proletario, ya desalentado en la lucha contra la decadencia democrática y racionalista. La enseñanza obligatoria, la alfabetización en las zonas rurales, el acceso lento pero continuo de la clase obrera a la cultura, no favorecen la conciencia de clase del proletariado, sino más bien una nueva toma de conciencia de la identidad nacional. Los sorelianos ven la organización de la sociedad en términos sindicalistas. Sorel cree que el sindicalismo, en su lucha contra la dictadura de la burguesía y la dictadura del proletariado, ambas materialistas, posee un alto valor civilizatorio. La influencia de Sorel se refleja en el parlamento de productores defendido por José Antonio, así como en la afirmación: Concebimos a España como un gigantesco sindicato de productores. Ledesma asumirá, además, el término de sindicalismo nacional que se extiende entre los sorelianos franceses e italianos. A la postre, lo nacional vira hacia formas de sindicalismo al igual que los sindicalistas varían hacia diferentes escuelas de nacionalismo. Asumen, también, de Sorel que la disciplina, la autoridad, la solidaridad social, el sentido del deber y del sacrificio, los valores heroicos, son otras tantas condiciones necesarias para la supervivencia de la nación. El mito nacional releva al mito meramente social como motor revolucionario. Para ello, es preciso que la convicción se apodere absolutamente de la conciencia y actúe antes que los cálculos de la reflexión hayan tenido tiempo de aparecer en el espíritu. Es decir, opta por la opción de la nueva civilización que nace de la acción directa antes de la reflexión teórica. Aquí Ledesma recibe una mayor influencia soreliana que José Antonio, que a pesar de su renuncia a la torre de marfil de los intelectuales siente una cierta nostalgia por ella, visible en su Elogio y reproche a Ortega y Gasset.
La vanguardia cultural de la primera década del siglo XX, los futuristas, reciben con entusiasmo las ideas sorelianas prefascistas: Los elementos esenciales de nuestra poesía serán el coraje, la audacia y la rebelión.. Queremos derribar los museos, las bibliotecas, atacar el moralismo (...) Ensalzamos las resacas multicolores y polifónicas de las revoluciones. En pie en la cumbre del mundo, lanzamos una vez más el desafío a las estrellas. (Marinetti, 1909).
Un hecho crucial en la opinión pública occidental está en 1920. Cuando, respaldados por numerosas huelgas parciales y ocupaciones de fábricas en el norte de Italia, los nacionalsindicalistas italianos presenten su propuesta de autogestión de la industria al ministro de Trabajo, Arturo Labriola. El primer ministro Giolitti reconoce el derecho de participación de los trabajadores en las empresas. El nacionalsindicalismo italiano obtiene así una victoria épica.
Con todo ello, los sorelianos abren la tercera vía entre las dos concepciones totales del hombre y la sociedad que son el liberalismo y el marxismo, ideologías presas del racionalismo donde se prescinde de la intuición y del sentimiento en favor de un imposible concepción matemática de las ciencias sociales. El discurso de Sorel se hace transversal, basado fundamentalmente en el poder de los sindicatos pero repudiando el carácter meramente reivindicativo de éstos, es decir, su domesticación en brazos del socialismo parlamentario. Sorel repudia los pactos y acuerdos con la burguesía, así como el sistema de dominio del liberalismo democratizado: el parlamentarismo. Sorel odió tanto a la burguesía y la democracia liberal que recibió con expresiones de júbilo la revolución rusa, a pesar de haber criticado enérgicamente el leninismo de los revolucionarios profesionales. Sorel ve en Lenin la revancha del genio creador del jefe contra la vulgaridad democrática. Aconsejaba a los sindicatos alejarse del mundo corrupto de los políticos y de los intelectuales burgueses, distinguiendo entre conspiración y revolución. Sólo la segunda da vida a una nueva moral. Sólo los trabajadores más militantes -dice Sorel- son sindicalistas: El obrero de la gran industria sustituirá al guerrero de la ciudad heroica. Por tanto, los valores de ambos son comunes y el ascetismo y la eliminación del individualismo suponen características compartidas por el soldado-monje y por el obrero-combatiente. Podemos encontrar coincidencias entre el desarrollo de Sorel y el de Spengler.
 

Fascismo

Sorel no desacreditó el uso que los fascistas hacían de su nombre. De hecho, el fascismo nace de la crítica sindicalista, con un fuerte componente soreliano, al marxismo racionalista ortodoxo. El fascismo se revela contra la deshumanización introducida por la modernización en las relaciones humanas, pero, al contrario que el tradicionalismo, desea conservar celosamente los logros del progreso. La revolución fascista busca transformar la naturaleza de las relaciones entre el individuo y la comunidad sin que por ello sea necesario desbaratar el motor de la actividad económica moderna. Los sorelianos son los primeros revolucionarios surgidos de la izquierda que se niegan a cuestionar la propiedad privada. Consideran que atacarla supone confundir al enemigo real: la concepción burguesa y materialista de la existencia, que también encarnan el jacobino y el socialdemócrata.
 
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Los sorelianos se mantienen fieles a la idea de que todo progreso depende, y dependerá, de una economía de mercado, al igual que hoy defiende el economista joseantoniano Velarde Fuertes, distintas de los planteamientos estatistas de Dionisio Ridruejo. En este punto del debate, los nacionalsindicalistas se escinden, la mayoría pasa a apoyar directamente al fascismo, incluso cuando éste modera su aspecto de transformación económica de la sociedad. Otro pequeño sector, el ala izquierda, rompe con el fascismo y recupera el viejo axioma del sindicalismo revolucionario: la sociedad de trabajadores libres.
El paso de uno a otro es visible en José Antonio en la comparativa del Discurso de la Comedia de 1933 al Discurso de la revolución Española de 1935, en el que enumera cuatro tipos de propiedad: la personal, la familiar, la comunal y la sindical. Están ausentes la estatal y la correspondiente a sociedades anónimas.
En cualquier caso, con la síntesis fascista, la estética revolucionaria y heroica se convierte en parte integrante de la política y de la economía.
 

Conclusión

Sorel, en los artículos reunidos en las Ilusiones del Progreso, denuncia a Descartes, dado que sus ideas lo son de la clase dominante. Desecha el racionalismo que deviene en optimismo al entender el mundo como un inmenso almacén donde todos pueden satisfacer sus necesidades materiales. Sorel pide que el socialismo se transforme en una filosofía de comportamiento moral, donde las relaciones de los trabajadores generen una nueva ética, absolutamente distinta de la moral burguesa, el enemigo real de Sorel.
Sorel abandona el proletarismo cuando comprueba que la violencia obrera, sustentada en las reivindicaciones materiales, no eleva al proletariado al nivel de una fuerza histórica susceptible de engendrar una nueva civilización. Sorel anuncia que el sindicalismo se separa del socialismo racionalista y repudia, finalmente, a Marx y a Hegel. Sorel asume la frase de Croce y afirma: El socialismo ha muerto, cuando descubre, con amargura, que las ideas, preocupaciones, fines y comportamientos del trabajador no difieren de aquellas de los burgueses. El carácter pactista del parlamentarismo liberal ha seducido a los partidos socialistas europeos occidentales y los sindicatos, animados por la acción directa y el mito de la huelga revolucionaria, o se amoldan o se separan radicalmente del socialismo parlamentario.
Sorel se desentiende de las construcciones teóricas que anteceden a la acción. Él es un enamorado del hecho revolucionario, lo que ayuda a comprender su paso del marxismo de combate, que abandona cuando la socialdemocracia se domestica en los parlamentos, y da su posterior adhesión a los procesos de revolución nacional que sacuden Europa.
Cuando el 23 de marzo de 1919, en la plaza San Sepolcro de Milán, Mussolini funda el fascismo italiano, entre los presentes se encuentran muchos sindicalistas sorelianos, hastiados de la connivencia de la burguesía con el Partido Socialista Italiano del que también procede el futuro Duce.
En resumen, el fascismo no nace de la burguesía sino que es una escisión de la izquierda socialista, la fracción de aquellos que abominan del liberalismo parlamentario y consideran que la misión histórica del proletariado no es imponer una dictadura sino crear una civilización.
A la postre el fascismo pierde su empuje revolucionario, es decir, cuando inicia su política de pactos con la burguesía industrial, los partidos nacionales del resto de Europa rompen con él y buscan un nuevo engarce de la revolución nacional con el brío puro y antipolítico de las masas anarcosindicalistas. El mejor ejemplo lo tenemos en Ramiro Ledesma y La Conquista del Estado. Ledesma no opta por el fascismo, a pesar de su viva la Italia de Mussolini o viva la Germania de Hitler, ni por el bolchevismo, también a pesar de su viva la Rusia de Stalin, sino por algo consustancial a todos ellos, el fin de la democracia liberal, ese régimen basado en palabras del soreliano Berth, en el voto secreto...el símbolo perfecto de la democracia. Ved a ese ciudadano, ese miembro de lo soberano, que temblorosamente va a ejercer su soberanía, se esconde, elude las miradas, ninguna papeleta será lo suficientemente opaca para ocultar a las miradas indiscretas su pensamiento....
Ledesma, como Sorel y José Antonio, entienden que el trabajador está llamado a recuperar el sentimiento heroico de la existencia, antaño en manos del guerrero.
Sorel es la superación del mecanicismo marxista.. José Antonio da un paso más, superando el fascismo corporativista y enlazando la cuestión social y la nacional con el compromiso humano y utópico.
En resumen, el fascismo es un revisión del socialismo. El nacionalsindicalismo, al final, supone una superación del carácter material y pactista de ambos, entroncando con el sindicalismo revolucionario y la nacionalización del proletariado, construyendo una sociedad vertebrada sin estatismo.

The Doctrine of Kimilsungism

 

Toward Inter-Korean Cooperation

The Doctrine of Kimilsungism

by NILE BOWIE
 
Ex: http://www.counterpunch.org/

Each year on April 15th, North Koreans pay homage to the founder of their nation, Kim il-Sung – the most revered figure in the North Korean psyche. Despite the tense state of affairs on the Korean peninsula and war-like rhetoric emanating from the North, the mood in the country is one of patriotic celebration as citizens of Pyongyang take part in communal dancing and other festivities to remember their departed leader. Kim il-Sung was a guerilla fighter who fought for Korean independence against the Japanese, who occupied the peninsula prior to the Korean War. He was installed into power by the Soviet Union, which bankrolled the North’s post-war reconstruction efforts and shaped its economic policy. After a turbulent history of being under the thumb of larger regional powers, Kim il-Sung is credited with freeing Korea from the yoke of colonialism, even earning him sympathy from some of the elderly generations living in the South. North Korea’s reverence for Kim il-Sung appears wholly Stalinistic to the Western eye, but there are complex reasons why the North Korean ruling family continues to be venerated unquestionably, part of which deals with North Korea’s race-based brand of nationalism that few analysts take into account.

Imperial Japan ruled the Korean peninsula for thirty-five years beginning in 1910, and historians claim that Koreans of the time had little patriotic or nationalistic sensibilities and paid no loyalty toward the concept of a distinct Korean race or nation-state. The Japanese asserted that their Korean subjects shared a common bloodline and were products of the same racial stock in an attempt to imbue Koreans with a strong sense of national pride, suggesting the common ancestry of a superior Yamato race. Following the independence of the DPRK, its leaders channeled the same brand of race-centric nationalism. Domestic propaganda channeled rhetoric of racial superiority different from that of the Aryan mythology of Nazi Germany; mythmakers in Pyongyang focused on the unique homogeneity of the Korean race and with that, the idea that its people are born blemish-free, with a heightened sense of virtuousness and ethics. The characteristic virginal innocence of the Korean people is stressed incessantly in North Korean propaganda, obliging the guidance of an unchallenged parental overseer to protect the race – that’s where the Kim family comes in.

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Both Kim il-Sung and his son Kim Jong-il, who ruled North Korea from 1994 to 2011, are credited with super-human feats that North Korean school children learn about from the cradle. The domestic portrayal of Kim il-Sung and Kim Jong-il is that of a firm parental entity who espouses both maternal concern and paternalistic authority. The personality cult around the Kim family is itself is built into the story of racial superiority, mythicizing Kim il Sung into a messianic entity destined to lead the Korean people to independence through a self-reliance philosophy known as the Juche idea. The Juche ideology channels vague humanistic undertones while trumpeting autonomy and self-reliance. Analysts argue that the Juche idea and the volumes of books allegedly written by the leaders on a broad series of Juche-based social sciences is essentially window dressing designed more for foreign consumption. Foreign visitors are lectured about Juche thought and kept away from the central ideology, which is that of a militant race-based ultra-nationalism.

Defectors also claim that there is a stronger effort on indoctrinating the masses internally with the official fantasy biographies of the leaders to further their messianic character, rather than a serious application of teachings such as Juche thought. In North Korea, the leader is never seen exerting authority onto his people; he is instead depicted as caring for injured children in hospitals and nurturing soldiers on the front lines. State media has once described Kim Jong-il as “the loving parent who holds and nurtures all Korean children at his breast.” The Democratic People’s Republic of Korea may have a communist exterior, however it bares little resemblance to a Marxist-Leninist state in its commitment to improve material living standards; economics are nowhere near a central priority in contrast to the importance placed on the military. Domestic propaganda encourages its subjects to remain in their natural state of intellectual juvenescence and innocence, under the watch of the great parent. Kim il-Sung, given the title of “Parent Leader” in state media, was portrayed as a nurturing maternal figure, fussing over the food his soldiers consumed and making sure they had warm clothing.

Much like the mysticism around Japan’s Mount Fuji during the time of the Imperial Japanese occupation, Korea’s highest peak, Mount Paektu, was designated a sacred place and given a central role in official mythology. Kim Jong-il’s birth supposedly took place on the peaks of Mt. Paektu beneath twin rainbows in a log cabin during the armed struggle against the Japanese occupiers. His biography reads, “Wishing him to be the lodestar that would brighten the future of Korea, they hailed him as the Bright Star of Mount Paektu.” Images of fresh snowfall and snow-capped peaks of Mount Paektu are conjured to exemplify the pristine quality of Korean racial stock, and state media often refers to the DPRK as the “Mount Paektu Nation” and Kim Jong-un as the “Brilliant Commander of Mount Paektu.” Pyongyang is often depicted under snow, symbolizing the purity of the race, described by state media as “a city steeped in the five thousand year old, jade-like spirit of the race, imbued with proudly lonely life-breath of the world’s cleanest, most civilized people – free of the slightest blemish.”

Nearly all of the North’s domestic propaganda maintains a derogatory depiction of foreigners, especially of Americans, who are unanimously viewed as products of polluted racial stock. Six decades of ethno-centric propaganda has reinforced the North’s xenophobia and unwillingness to interact with the outside world. In his book ‘The Cleanest Race,’ DPRK expert B.R. Meyers cites a conversation between North and South Korean personnel discussing the increasing presence of foreigners in the South, to which the North Korean general replied, “Not even one drop of ink must be allowed.” Domestic propaganda reinforces the trauma and devastation experienced during the Korean war, when nearly a third of the North Korean population were killed in US led aerial bombardments, flattening seventy eight cities and showering over fourteen million gallons of napalm on densely populated areas over a three year period, killing more civilian causalities than the atomic bombing of Hiroshima and Nagasaki. Credible threats to the DPRK’s national security have allowed the ruling family to consolidate power, while legitimizing the ‘Songun Policy’ or military-first policy.

North Korea’s most unstable period came after the death of Kim il-Sung in 1994, as economic difficulties deepened following the fall of the Soviet Union and severe environmental conditions that resulted in a period of the famine from 1995 to 1997, killing nearly one million people. As the economy collapsed, social discipline and internal security began to breakdown outside of Pyongyang. Defectors reported seeing streets littered with famished corpses of the starving. Instances of soldiers robbing civilians in search of food and cases of cannibalism in rural areas were prevalent. Kim Jung-il maintained in this period that the US-led economic blockade against Korea was the dominant cause of the famine and economic stagnation. Kim Jong-il realized that having the backing of military generals was crucial to maintaining his power and authority, so as to quell the possibility of an ambitious general staging a military coup. The introduction of ‘Songun Policy’ gave members of the army preferential treatment with respect to receiving food rations, in addition to granting more authority to hardline generals. Much of the food aid received from abroad was redistributed directly to the military.

Kim Jong-il, having overseen the most arduous and economically stagnate period of North Korean history, sought to legitimize his rule through the procurement of nuclear weapons. “In 2006 the Dear General successfully saw the acquisition of a nuclear deterrent that would protect the Korean race forever. Truly, the son had proven himself worthy of his great father,” as described by state media. The state propaganda apparatus had done much to equate this accomplishment as the pride of the nation, depicting it as integral to the national defense of the country and the race. Understanding the role of the DPRK’s nuclear weapons is crucial for policymakers in the US and South Korea, who have placed the North’s denuclearization as a prerequisite for dialogue. North Korea cannot be expected to commit political suicide, nor can it be made to forfeit its main source of pride, legitimacy and defense in exchange for only thin assurances of security and prosperity from the US.

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The North Korean regime is complicated, and its doctrine of race-based militant ultra-nationalism bares more resemblance to National Socialism than to Communism. The DPRK is a product of brutal occupation, subsequent isolation, and decades of failed rapprochement policies on the part of South Korea and the US. It will take decades of interaction with the outside world to undo the social conditioning that North Koreans have lived under for six decades, something that can only be accomplished with delicate diplomacy and the incremental normalization of inter-Korean relations. Kim Jong-un has revolutionary credentials, and eventually the old guard of generals and advisors that surround him will pass, and he will exert total control over the nation and its direction. At its current pace of military development, the North will have the technology to act on its many threats in the coming years. If the current crisis tells the world anything, its that the approach of the US and South Korea is not conducive to peace, and further calls for the North to denuclearize will not yield results any different from what the world has already seen. While Kim Jong-un’s actions in the present scenario are grounded in building his domestic appeal, the underlying message is that North Korea is a nuclear state, and it wishes to be recognized as one for the purposes of defense and national security.

The policies of conservative President Lee Myung-bak deeply strained inter-Korean relations, and incumbent President Park Geun-hye has picked up where he left off. Although it would be described as unrealistic by South Korea’s conservative establishment, the only possible method for rapprochement that could actually work would come in the form of South Korea distancing itself from the United States. Given the unique paranoia and xenophobia of North Korea’s regime and how they’ve managed the country in near-isolation since its independence, the only hope of changing the regime’s behavior is accepting it in its current form, increasing inter-Korean cooperation in areas of trade and tourism through the construction of special industrial zones in the North. The Sunshine Policy years spearheaded by South Korean President Kim Dae-jung showed that inter-Korean relations faired far better under a policy of openness and economic exchange over the conservative approach of the South Korean right.

Sanctions, demands of denuclearization, and backing the North into a corner will only yield the same familiar results – an ugly stalemate that throws the Korea peninsula into a serious security crisis every so often. South Korea has a better chance of convincing the North to denuclearize only after trust and normalized relations are established, and that can only happen if the South is willing to scale back its military partnership with the US and acknowledge Pyongyang’s right to defend itself. Although Seoul would be viewed as giving into Pyongyang’s threats, a revival of the Sunshine policy is the only way to mend relations between the two Koreas. Regardless of Pyongyang’s nuclear policy, the establishment of inter-Korean industrial zones and economic spaces will herald greater opportunity for civilians from both Koreas to come into contact, allowing opportunities for North Koreans to be exposed to outsiders and to become familiarized with modern industrial technologies and work methods.

North Korea’s approach in the current scenario is widely viewed as irrational, and it has behaved in a way that undermines its legitimate security concerns. The only way to deradicalize the North’s xenophobic ethno-militarism is through economic exchange and the normalization of relations, and that can only happen if the South incrementally scales back its military exercises and recognizes the North as a nuclear state. There is no reason for tension on the Korean peninsula today, and if new policy directions were taken by the administration in Seoul, such instability would not have to occur. Being part of the same race, a neutral-Seoul could have much greater influence over Pyongyang than China ever could, and the normalization of relations would yield mutually beneficial economic growth that would stabilize the North and reduce the long-term insecurities that Kim Jong-un would face – inter-Korean cooperation is in the interests of all countries in the region. The current standoff on the Korean peninsula is much like a fork in the road of inter-Korean relations; pride should be pushed aside because its either sunshine or war.

Nile Bowie is an independent political analyst and photographer based in Kuala Lumpur, Malaysia. He can be reached at nilebowie@gmail.com

vendredi, 19 avril 2013

Comment naissent les révolutions?

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Dominique VENNER:

Comment naissent les révolutions?

C’est un sujet passionnant, très actuel et mal connu que la naissance des révolutions. Il avait été étudié par le sociologue Jules Monnerot (1908-1995) après les événements français de Mai 68 dans son livre Sociologie de la Révolution (Fayard, 1969). Travail précieux pour lequel son auteur a forgé une série de concepts applicables à toutes les situations.


S’agissant d’une étude sociologique et non d’une histoire des idées, Monnerot use d’une seule appellation, sans ignorer bien entendu tout ce qui sépare et oppose les différentes révolutions du XXe siècle, bolchevisme, fascisme italien, national-socialisme allemand, révolution de 1944, ou celle de 1968. Il estime en effet que ces phénomènes de foule relèvent de la même analyse sociologique, tout en faisant une nette différence entre révolutions de type conservatrice et révolutions déconstructrices.

Mais d’abord, Monnerot définit quelques concepts applicables à toute révolution. En premier lieu la « situation historique ». Elle est celle que l’on ne reverra jamais deux fois. C’est vrai pour 1789, 1917, 1922, 1933 ou 1968. Autre notion complémentaire : la « situation de détresse ». Elle se caractérise par des troubles non maîtrisés. La structure sociale se défait : les éléments ne sont plus à leur place.

Quand une société est stable, on y distingue des éléments sociaux normaux (« homogènes ») et des marginaux (« hétérogènes »). Les éléments marginaux sont en marge parce qu’ils y sont maintenus par la pression des éléments « homogènes ». Lorsqu’un seuil critique de bouleversement est atteint, la partie homogène commence à se dissocier. On observe alors comme une contagion de chaos.


Remarque intéressante qui s’applique aux révolutions conservatrices : « l’homogène, même en voie de dissociation, reste l’homogène ». Quand le bouleversement est radical, « du fond même de la société monte une demande de pouvoir ». Le fascisme, en 1922 ou 1933, fut par exemple une réponse à cette demande dans une société ayant un haut développement (industrie, sciences, culture). Dans une telle société, quand l’ordre s’est effondré, les éléments conservateurs (homogènes) deviennent provisoirement révolutionnaires par aspiration à l’ordre et demande de pouvoir.


Comment aboutit-on à une « situation révolutionnaire » ? Réponse synthétique de Monnerot : par carence au sommet. Une crise de régime se caractérise par une « pluralité des conflits ». Tout échappe à l’autorité du pouvoir en place, le désordre devient endémique. La société entre en « effervescence ».


L’effervescence n’est pas la révolution. Elle en est une phase, un moment, avec un début et une fin (un refroidissement) quand le milieu « n’est plus combustible ». Quand l’effervescence retombe, ce ne sont plus les mêmes qui sont aux commandes (Robespierre a été remplacé par Napoléon, Trotski par Staline, Balbo par Mussolini).


Situation révolutionnaire et effervescence font intervenir les « masses ». Ce sont des coagulations momentanées, les troupes des révolutions. Pour diriger les masses, leur donner un système nerveux, les jacobins, puis Lénine (en beaucoup plus efficace) ont conçu l’instrument du parti.


Ce que les léninistes appelaient « la radicalisation des masses », est une tendance à la politisation de catégories jusque-là conformistes et peu enclines à se passionner pour la chose publique (elles demandent surtout à l’État de faire son métier d’État). On entre alors dans une phase d’effervescence, « la société est parcourue en tous sens de réactions affectives intenses, comme les grains de limaille de fer par un courant magnétique ».


Les situations de détresse font apparaître sur le devant de la scène des élites violentes : les « hétérogènes subversifs », des irréguliers et marginaux que les barrières habituelles n’arrêtent pas. Ils contribuent à donner au mouvement sa force de rupture.


Dans une situation révolutionnaire, la carence et le besoin douloureux du pouvoir, peuvent jeter sur la voie de la révolution des éléments sociaux qui n’aspirent qu’à l’ordre. « Une heure vient où les Arditi, les jeunes lansquenets du Baltikum, les réprouvés qui le sont de moins en moins, n’apparaissent plus inquiétants, mais rassurants à la partie la plus homogène de la population. Ils semblent incarner à travers le malheur les valeurs de courage, de bravoure  et de caractère sans quoi il n’est pas de grand pays… Même ceux qui ne sont pas leurs partisans pensent qu’il faut laisser faire l’expérience. » C’est un bon résumé des situations historiques d’exception. Mais, comme le précise Monnerot, la « situation historique » est celle que l’on ne revoit jamais deux fois.


Dans la France de 2013, sommes-nous entrés dans une « situation historique » ? Pas encore, bien entendu. Mais des signes attestent que l’on peut se diriger vers une telle situation imprévue. Ira-t-elle jusqu’au bout de ses promesses ? Il est trop tôt pour se prononcer. Mais rien n’est impossible.
 

Dominique Venner

mercredi, 17 avril 2013

Guy Debord als Gesellschaftskritiker

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Guy Debord als Gesellschaftskritiker

von Stephan Grigat

Ex: http://www.contextxxi.at/

 
Guy Debords Kunst- und Medienkritik kann nur vor dem Hintergrund seiner allgemeinen Kritik bürgerlicher Vergesellschaftung begriffen werden.

Guy Debord und die Situationistische Internationale erfahren in den letzten Jahren auch im deutschsprachigen Raum vermehrte Aufmerksamkeit. Zum einen wurde Debords Hauptwerk, "Die Gesellschaft des Spektakels", erneut aufgelegt. Zum anderen wurde das Augenmerk einer größeren Öffentlichkeit durch Ausstellungen wie beispielsweise jene in Wien Anfang 1998 auf die Aktivitäten der Situationisten gelenkt. In der Regel ging diese verstärkte Rezeption mit einer Reduzierung der Anliegen Debords und anderer Situationisten auf kunst-, kultur- oder auch medientheoretische Fragestellungen einher. Was Greil Marcus bereits für den Anfang der achtziger Jahre konstatiert, trifft um so mehr auf die leise Rennaissance der situationistischen Schriften Ende der neunziger Jahre zu: Das Spektakel ist "zu einer modischen Platitüde der Kritik geworden, zu einem unscharfen, inhaltsleeren Begriff. Er bedeutet nur, daß das Bild einer Sache die Sache selbst überlagerte. Kritiker benutzten dieses Klischee nicht, um nachzudenken oder sich etwas vorzustellen, sondern um sich zu beklagen."1 Je größer die Begeisterung und das Interesse für die kunst- und kulturkritischen Schriften Debords wird, desto weniger Beachtung findet die radikale Gesellschaftskritik, die Debords Kunst- und Kulturkritik zugrunde liegt. Debord selbst hat darauf hingewiesen, daß die Ersetzung seines Begriffs "Spektakel" durch weitläufige Betrachtungen zum Mediensektor seinen Intentionen nicht mehr entspricht, da dadurch die eigentliche Grundlage des Spektakels, die kapitalistische Warenproduktion, affirmiert wird.

Mit wenigen Ausnahmen wird heute versucht, den Kritiker des modernen Warenspektakels selbst zum kritischen Bestandteil des Spektakels zu machen. Exemplarisch für solch eine Art der Beschäftigung mit Debord sei hier nur Sebastian Reinfeld genannt, der über die Lektüre von Louis Althusser und Nicos Poulantzas zielsicher bei den Grünen gelandet ist und sich heute für die "wunderschönen Texte" der Situationisten begeistert,2 ohne den in ihnen propagierten radikalen Bruch mit der bürgerlichen Gesellschaft ernst zu nehmen.

Debords Kritik sträubt sich weitgehend gegen Vereinnahmungen. In der Linken machte er sich vor allem dadurch unbeliebt, daß er sich entgegen aller Moden weigerte, positiv auf irgendein existierendes staatssozialistisches Modell Bezug zu nehmen, gleichzeitig aber auch sämtliche Kritiker und Kritikerinnen der Staatssozialismen auf’s Korn nahm, sobald diese dem realen Sozialismus einen idealen als Identitätsersatz entgegensetzten. Debord gehörte schon früh zu den wenigen, die es schafften, sich sowohl gegen Stalin als auch gegen Trotzki und Lenin zu wenden. Er kritisierte früh das maoistische China wie auch die europäischen Maoisten und Maoistinnen. Aber auch am Anarchismus oder dem Strukturalismus hatte er genügend auszusetzen. Auch jene Theoretiker, auf die er sich mitunter bezieht, und deren Einfluß auf sein Denken in seinen Schriften recht deutlich wird, sind, wie beispielsweise Georg Lukács, Gegenstand kritischer Auseinandersetzung. So zeigte sich dann auch die deutschsprachige Linke weitgehend desinteressiert an der Kritik und den praktischen Experimenten der Gruppe von situationistischen Theoretikern und Antipolitikern, "die keine der zahlreichen linken Ikonen anerkannte, die Revolution neu erfinden wollte und jede populistische Verwässerung ihrer Kritik zurückwies."3

Bei den universitären Theorieverwaltern und -verwalterinnen machte er sich durch seine konsequente Kritik an der akademischen Wissensproduktion nachhaltig unbeliebt. So wie Marx seine Kritik schon früh von der interesselosen Wissenschaft klar abgegrenzt hat, indem er postulierte, daß die Kritik in ihrem Gegenstand ihren Feind erblickt, den sie "nicht widerlegen, sondern vernichten will",4 so war sich Debord, der sich nachdrücklich gegen die Einteilung des Denkens in Wissenschaftsdisziplinen aussprach, über die zwangsläufige Unwissenschaftlichkeit seines beabsichtigten praktischen Unterfangens im klaren: "Das Projekt, die Wirtschaft zu überwinden, von der Geschichte Besitz zu ergreifen, kann nicht selbst wissenschaftlich sein, auch wenn es die Wissenschaft der Gesellschaft kennen — und zu sich zurückführen — muß."5 Die modernen Sozialwissenschaften betreiben nur mehr eine "spektakuläre Kritik des Spektakels". (168) Das akademische Denken des Spektakels hat sich dadurch zu einer "allgemeinen Wissenschaft des falschen Bewußtseins" (167) herausgebildet. Vor dem Hintergrund dieser Akademismus- und Wissenschaftskritik gelangt Debord zu einem Wahrheitsbegriff, der im eklatanten Widerspruch zu jedem übergesellschaftlichen und überhistorischen Wahrheits- und Erkenntnisbegriff steht: "Die Wahrheit dieser Gesellschaft ist nichts anderes als die Negation dieser Gesellschaft." (178) Diese Kritik am bürgerlichen Wahrheits- und Rationalitätsbegriff findet sich auch bei Autoren aus dem Umfeld der Situationisten wieder. Emile Marenssin wendet sich in seiner Schrift aus dem Jahr 1972 nachdrücklich gegen einen Vernunftbegriff, der losgelöst von der eigenen kritisch-praktischen Intention existiert: "Vom Standpunkt des Kapitals aus betrachtet, wird der Kommunismus die Gesellschaft des Irrationalen sein, die Gesellschaft der Verrückten. (...) Die Rationalität des Kommunismus wird die Irrationalität des Kapitalismus sein."6

Setzt sich das Feuilleton oder die Sozialwissenschaft heute mit Debord auseinander, wird er vor allem als weitsichtiger Kritiker des Medienzeitalters rezipiert. Dagegen soll der Vordenker der Situationisten hier als früher Fetischkritiker präsentiert werden, der sich explizit auf die Kategorien der Marxschen Werttheorie bezogen hat.7

 

Henri Lefebvre als Stichwortgeber

Debords Thesen zum Zustand der Warengesellschaft im Jahre 1967 sind nicht im luftleeren Raum entstanden. Zum einen sind sie vor dem Hintergrund der sich bereits ankündigenden Ereignisse des Jahres 1968 zu verstehen. Zum anderen stehen sie in einer bestimmten Theorietradition, die von Debord selbst deutlich dokumentiert wurde. Stark geprägt wurde er sowohl durch die Lektüre von Lukács als auch durch die Schriften Henri Lefebvres. Anfänglich standen die Situationisten in engem Kontakt mit Lefebvre. Später wurde er Ziel wüster Polemiken von Debord und von anderen Mitgliedern der Situationistischen Internationale. Lefebvre orientierte sich stark an den "Ökonomisch-philosophischen Manuskripten" von Marx. Dementsprechend hat er in seinem Hauptwerk den Entfremdungsbegriff ins Zentrum seiner Überlegungen gestellt. Lefebvre versucht aber, die Entfremdung immer wieder auf den Fetischismus zu beziehen. Bei Lefebvre finden sich Ansätze, die Kritik des Fetischismus über die Analyse des Waren-, Geld- und Kapitalfetischs auszudehnen. So spricht er beispielsweise vom "Fetischismus des Staates".8 Er führt aus, daß gewisse "menschliche Produkte gegenüber der menschlichen Wirklichkeit als eine undurchdringliche, nicht beherrschte Natur (funktionieren), die von außen auf sein Bewußtsein und seinen Willen wirkt." Das sei in der Regel zwar nur scheinbar so, aber dieser Schein ist zugleich immer auch Realität. Nicht nur die Ware, das Geld und das Kapital, sondern auch "der Staat, die Rechtsinstitutionen, die ökonomischen und politischen Apparate, die Ideologien, (...) funktionieren als Wirklichkeiten, die außerhalb des Menschen sind."9 Sie stehen den Menschen als eigengesetzliche Wirklichkeiten gegenüber, obwohl sie nur Produkte der Menschen sind.

Durch die zentrale Stellung, die die Begriffe Entfremdung und Fetischismus in Lefebvres "Kritik des Alltagslebens" einnehmen, kann der nach dem 2. Weltkrieg aus der französischen KP ausgeschlossene Philosophieprofessor als einer der wichtigsten Stichwortgeber von Debord gelten. Seine Orientierung am jungen Marx, seine teilweise widersprüchliche Begriffsverwendung wie auch seine Betonung der Unerlässlichkeit der Kategorie der Totalität, dürften Debord nachhaltig beeinflußt haben.

Auch Lefebvres Hauptanliegen, die Orientierung auf den Alltag, wird von Debord fortgesetzt. Beide betrachten den konkreten Alltag als jene Sphäre, in der die Veränderung ansetzen muß. In der Alltäglichkeit des Lebens der Menschen in der bürgerlichen Gesellschaft materialisiert sich der Fetischismus der objektiven Gedankenformen aus der Ökonomie. Daher soll er auch dort, im Alltagsleben der bürgerlichen Subjekte, nach Lefebvre und Debord durchbrochen werden.

Vollendeter Fetischismus

debord.jpgDebords Beschreibung der Totalität des Fetischismus und der Ware beginnt in unmittelbarer Anlehnung an das Marxsche "Kapital", dessen ersten Satz er paraphrasiert: "Das ganze Leben der Gesellschaften, in welchen die modernen Produktionsbedingungen herrschen, erscheint als eine ungeheure Sammlung von Spektakeln." (13) Eine explizit feststehende Definition des Begriffs Spektakel gibt Debord in seiner Schrift von 1967 nicht. Er umkreist ihn vielmehr und beschreibt ihn in seinen realen Erscheinungen und ex negativo. Im Begriff des Spektakels ist bei Debord der Begriff des Kapitals, wenn auch gegenüber der Marxschen Herleitung in vereinfachter Form, und der des Fetischismus aufgehoben: "Das Spektakel ist das Kapital in einem solchen Grad der Akkumulation, daß es zum Bild wird." (27) Er begreift das Spektakel als gesteigerte Form des Fetischismus: "Das Prinzip des Warenfetischismus ist es, (...), das sich absolut im Spektakel vollendet, wo die sinnliche Welt durch eine über ihr schwebende Auswahl von Bildern ersetzt wird, welche sich zugleich als das Sinnliche schlechthin hat anerkennen lassen." (31f.) Marx hat die Verwandlung menschlicher Beziehungen in die Beziehungen von Dingen beschrieben. Debord greift dies auf und beschreibt die Verwandlung der menschlichen Beziehungen in die Beziehung zwischen Bildern,10 die den Menschen noch äußerlicher erscheinen als die Dinge. Anders als in einigen postmodernen Diskursen hingegen, die dazu tendieren, alles in Bilder aufgelöst zu sehen, und die daher keine Realität mehr kennen, die in ihrer Gesamtheit kritisiert werden könnte, bleibt das Bild bei Debord auf die gesellschaftliche fetischistische Totalität, auf die materielle Realität rückbezogen.

Eine Formulierung, die als zusammenfassende Definition des modernen Spektakels gelesen werden kann, findet sich erst in Debords Text "Kommentare zur Gesellschaft des Spektakels", der aus dem Jahr 1988 stammt, also 21 Jahre nach der Erstveröffentlichung von "Die Gesellschaft des Spektakels" erschienen ist und in die deutsche Neuauflage von Debords Hauptwerk übernommen wurde. Dort faßt Debord zusammen, was unter dem Begriff des Spektakels zu verstehen sei: "Die Selbstherrschaft der zu einem Status unverantwortlicher Souveränität gelangten Warenwirtschaft und die Gesamtheit der neuen Regierungstechniken, die mit dieser Herrschaft einhergehen." (194) Ein Grundmoment des Marxschen Warenfetischs, die Substituierung menschlicher Beziehungen durch die reale wie scheinhafte Beziehung von Dingen, ist bei Debord, auch wenn er die diffizile Marxsche Analyse dieser Substituierung weder referiert noch explizit reflektiert, konstitutiver Bestandteil des Spektakels: "Der fetischistische Schein reiner Objektivität in den spektakulären Beziehungen verbirgt deren Charakter als Beziehung zwischen Menschen und zwischen Klassen: eine zweite Natur scheint unsere Umwelt mit ihren unvermeidlichen Gesetzen zu beherrschen." (22) So wie Georg Lukács die rein kontemplative, die nur betrachtende, anschauende Sichtweise des bürgerlichen Denkens beschrieben und kritisiert hat, sieht Debord die Menschen im Spektakel auf die Rolle von Zuschauern reduziert.

Debords Orientierung an den Marxschen Kategorien ist eindeutig. Das Kapital ist bei Debord nicht primär als selbstbewußte Macht, sondern als automatisches Subjekt gegenwärtig, als "sich selbst bewegende Wirtschaft". (27) Im Spektakel ist die selbe irre machende Gleichzeitigkeit von Wirklichkeit und verkehrtem Schein gegenwärtig, wie sie Marx bereits in der einfachen Warenform aufgezeigt hat: "Das Spektakel, das das Wirkliche verkehrt, wird wirklich erzeugt." (16) Die Parallele zur Realabstraktion des Werts ist hier offensichtlich. Anselm Jappe hat zu recht darauf hingewiesen, daß bei Debord das Spektakel "nicht nur eine Folge der Denkabstraktion, sondern vor allem der ‘Realabstraktion’ ist, auch wenn Debord diesen Unterschied nicht ausdrücklich macht."11 Während im Wert von jeder Gesellschaftlichkeit abstrahiert wird, obwohl er nichts anderes als Ausdruck bestimmter gesellschaftlicher Verhältnisse ist, abstrahieren die Bilder des Spektakels von allem Lebendigen, das Debord als positiven Gegenpol zur spektakulären Herrschaft betrachtet. Dadurch, daß im Lebendigen der positive Gegenpol zur toten, unmenschlichen Abstraktion gesehen wird, droht Debord allerdings — ähnlich wie andere Situationisten, insbesondere Raoul Vaneigem12 — zeitweise in Vitalismus, Anthropologie und Lebensphilosophie abzugleiten.13

Debord konstatiert, daß "in der wirklich verkehrten Welt das Wahre ein Moment des Falschen (ist)." (16) Basiert die Gesellschaft auf einem falschen, weil verkehrenden Prinzip, und ist dieses Prinzip in dem Sinne total, daß es alle Bereiche der Gesellschaft tendenziell durchdringt und strukturiert, so ist jede positiv gefaßte Aussage über diese Gesellschaft insofern immer falsch, als ihr die Affirmation des falschen, verkehrenden Grundprinzips der Wertform zugrundeliegt. Selbst der emanzipative Impuls verkehrt sich dadurch, ist er sich über die gesellschaftliche Struktur, von der es sich gilt zu emanzipieren, nicht bewußt, in Affirmation: "Als Revolutionär war Debord Mathematiker; er bestand darauf, daß sich im Spektakel alle Dinge in ihr Gegenteil verkehrten".14

Das Spektakel ist die materielle Wiederkehr des Vorgängers des Warenfetischs, der "materielle Wiederaufbau der religiösen Illusion." (28) Mit seinen selbstgeschaffenen Verfahrensformen ist es ein "Pseudo-Heiliges". (23) Debord konstatiert Gemeinsamkeiten zwischen Religion und Warenfetischismus, tendiert dabei aber dazu, den Warenfetischismus nicht mehr im streng Marxschen Sinne zu verstehen, sondern zu einem Begriff zu machen, in dem sich vor allem die fast libidinöse Beziehung von Menschen zu den in Warenform existierenden Dingen zeigt: "Wie bei dem krampfhaften Taumeln oder den Wunderheilungen der Schwärmer des alten religiösen Fetischismus gelangt auch der Warenfetischismus zu Momenten schwärmerischer Erregung." (54)

Das keynesianische Akkumulationsmodell mit seiner Bindung an den Massenkonsum fungiert bei Debord als Grundlage für die Ausdehnung der fetischistischen Warenherrschaft von der Produktion in die Sphäre der Konsumtion. Anders als große Teile der kommunistischen und sozialistischen Linken in Frankreich und auch in anderen Ländern, sah Debord im keynesianischen Wohlfahrtsstaat nichts zu Verteidigendes. In der sozialstaatlichen Alimentierung des Proletariats sah er vielmehr einen integralen Bestandteil des modernen Spektakels. Neben die Entfremdung in der Produktion trete "der entfremdete Konsum" als "eine zusätzliche Pflicht für die Massen." (35) Der produzierte Überschuß an Waren erfordert von den ihn Produzierenden "einen Überschuß an Kollaboration." (36)

Bei Debord lassen sich Hinweise darauf finden, wie eine Forschung, welche die Fetischisierung einzelner Waren untersucht, in Verbindung gebracht werden kann mit einer allgemeinen Kritik des Fetischismus. In der Regel führt die Kritik an der Überbewertung einer bestimmten Ware zur Affirmation des Warendaseins der Dinge überhaupt. Die Rede vom "Fetisch Auto" etwa rührt in keiner Weise an den Produktionsbedingungen, unter denen Autos als Waren hergestellt und dadurch mit Radiergummis, Eisbechern und Topfpflanzen vergleichbar werden. Wenn Debord hingegen vom "Spektakel der Automobile" (53) spricht, zeigt er anhand einer bestimmten, in der kapitalistischen Gesellschaft zumindest in der zweiten Hälfte des 20. Jahrhunderts ausgesprochen wichtigen Ware, die zerstörerische Kraft von Warenherrschaft im allgemeinen auf.

Aber auch wenn Debord die Kritik an einzelnen Waren und dem jeweiligen Verlangen nach ihnen immer in eine allgemeine Kritik an der Warenförmigkeit der Dinge bettet, bleibt seine Selbstverständlichkeit, mit der er von der "Künstlichkeit" (37) bestimmter Bedürfnisse spricht, problematisch. Mit seiner Abqualifizierung von "Pseudobedürfnissen" (40) suggeriert er, die eigentliche Bedürfnisstruktur menschlicher Individuen zu kennen. Mit der Kritik angeblich falscher Bedürfnisse geht eine unkritische Bezugnahme auf den Gebrauchswert einher. Debord sieht den Gebrauchswert mit der fortschreitenden Entwicklung der Warengesellschaft zusehendes verkümmern. Dem "tendenziellen Fall des Gebrauchswerts" (38) auf der einen Seite, von dem auch Marenssin mehrfach spricht, stehen bei Debord die bereits vorhandenen Bedingungen für die autonome Herrschaft des Tauschwerts gegenüber, der nur zu seiner Durchsetzung des Gebrauchswerts bedarft habe. Der Gebrauchswert als immer schon und immer noch konstituierender Bestandteil der Ware gerät bei Debord aus dem Blick.

In einem merkwürdigen Widerspruch zu Debords Ausführungen zum Spektakel als nochmals gesteigerter Form der Mystifikation, als potenzierten oder vollendeten Fetischismus, der die Menschen zu Zuschauern degradiert, steht seine Bezugnahme auf die Marxschen Ausführungen aus dem "Manifest der Kommunistischen Partei". Debord schreibt, eine Formulierung aus dem "Manifest" direkt übernehmend: "Indem sie in die Geschichte geworfen sind, indem sie an der Arbeit und an den Kämpfen, aus denen diese Geschichte besteht, teilnehmen müssen, sind die Menschen gezwungen, ihre gegenseitigen Beziehungen mit nüchternen Augen anzusehen." (61) Gleichzeitigt beschreibt er ausführlich und eindrucksvoll, wie die Augen der Menschen nur mehr auf das sich scheinbar völlig unabhängig von ihnen abspielende Spektakel gerichtet sind. Während bei Marx die Formulierungen des "Manifests" bezüglich der angeblichen Klarsichtigkeit der Menschen in der bürgerlichen Gesellschaft daraus erklärbar sind, daß er zu dieser Zeit seine Werttheorie und die in ihr enthaltene Kritik des Fetischismus noch nicht entwickelt hatte, bedient sich Debord, der die Fetischkritik aus dem "Kapital" kennt, je nach Erfordernis beim frühen oder beim späten Marx — was an sich noch nicht zu kritisieren wäre, aber dann problematisch wird, wenn sich die jeweiligen Textstellen inhaltlich widersprechen.

Spektakel und Staat

Debord denkt die Darstellung der Totalität der fetischistischen Warenwelt im Spektakel immer im Zusammenhang mit der politischen Gewalt, mit dem staatlichen Souverän: "Die verallgemeinerte Entzweiung des Spektakels ist untrennbar vom modernen Staat". (22) Debord konstatiert zwar eine Verselbständigung der Ökonomie vom bewußten Handeln der Menschen, aber eben keine Verselbständigung der Wirtschaft vom Staat in dem Sinne, daß der Staat wieder als positiv eingreifender Regulator angerufen werden könnte. Die spektakuläre Gesellschaft basiert zwar auf Verselbständigungen, aber gerade über diese Verselbständigungen konstituiert sie ihre Einheit. Debord reflektiert die notwendige Trennung der politischen Gewalt von der Ökonomie, die sie zu garantieren hat, ohne diese Gewalt positiv aufzuladen oder für völlig autonom zu erklären: "Wie die moderne Gesellschaft ist das Spektakel zugleich geeint und geteilt. Wie sie baut es seine Einheit auf der Zerrissenheit auf." Gegen das im staatsfetischistischen Marxismus gängige Ausspielen vom freien Markt gegen den Staat richtet sich Debord mit dem Verweis auf die gegenseitige Abhängigkeit der beiden, die gesellschaftliche Totalität in der bürgerlichen Gesellschaft konstituierenden Instanzen: "Von jeder der beiden läßt sich sagen, daß sie die andere in der Gewalt hat. Sie einander gegenüberzustellen, zu unterscheiden, worin sie vernünftig und worin sie unvernünftig sind, ist absurd." (284)

Debords Staatskritik geht einher mit einer Kritik der Politik. Politik müßte sich auf Widersprüche in der spektakulären Gesellschaft beziehen. Debord leugnet auch nicht, daß diese Widersprüche existieren, aber er desavouiert den Glauben an die systemtransformierende Kraft dieser Widersprüche: "Aber wenn der Widerspruch im Spektakel auftaucht, wird ihm seinerseits durch eine Umkehrung seines Sinnes widersprochen." (45) Die Totalität ist bei Debord zwar widersprüchlich, aber die Widersprüche sind der Totalität immanent. Daher ist auch die Politik, die der Widersprüche bedarf, selbst dem Spektakel immanent und weist nicht über es hinaus.

Das Proletariat im Spektakel

affiche.jpgDie Praxis des Proletariats als revolutionäre Klasse kann für Debord "nicht weniger sein als das geschichtliche Bewußtsein, das auf die Totalität seiner Welt wirkt." (64) Damit ist aber noch nichts darüber gesagt, ob das Proletariat als real existierende und zunächst nicht besonders revolutionäre Klasse dieses geschichtliche Bewußtsein auch hat. Dennoch bleibt für Debord — zumindest noch in "Die Gesellschaft des Spektakels" — das Proletariat jene Menschengruppe, die als Klasse die Emanzipation zu verwirklichen, den Fetischismus zu durchbrechen und aufzuheben hat. Subjektiv sei das Proletariat "noch von seinem praktischen Klassenbewußtsein entfernt (...)." (102) Wenn aber das Proletariat entdeckt, "daß seine geäußerte eigene Kraft zur fortwährenden Verstärkung der kapitalistischen Gesellschaft beiträgt, (...) entdeckt es auch durch die konkrete geschichtliche Erfahrung, daß es die Klasse ist, die jeder erstarrten Äußerung und jeder Spezialisierung der Macht total feind ist." (102f.) Debord ist Ende der 60er Jahre kritisch gegenüber dem gegenwärtigen Proletariat, aber durchaus zuversichtlich für die Zukunft. Die Emanzipation wird bei ihm noch mit dem Selbstbewußtsein des Proletariats zusammengedacht. Das Proletariat erschien Debord kurz vor den Ereignissen des Pariser Mai von 1968 als "einzige(r) Bewerber um das geschichtliche Leben". (72) Erst später, in den 90er Jahren, erkannte er, auch wenn er sich von der Vorstellung vom Proletariat als Vollender der Emanzipation nicht gänzlich verabschiedete, daß die Klassenherrschaft, wie er in der Vorrede zur dritten französischen Ausgabe von "Die Gesellschaft des Spektakels" formuliert, "mit einer Versöhnung geendet hat" (8), daß also das Proletariat, statt die Feindschaft zu Staat und Kapital zu entwickeln, auf die volle Integration in das fetischistische Warenspektakel gesetzt hat und die falsche Totalität der Gesellschaft nunmehr ohne Negation, ohne Einspruch existiert. In den "Kommentaren" ist jener kritische Pessimismus, der auch die Texte anderer Gesellschaftskritiker seit dem Nationalsozialismus prägte, in potenzierter Form und mit den in solchen Zusammenhängen offensichtlich obligatorischen Übertreibungen anwesend: "Zum ersten Mal im modernen Europa versucht keine Partei oder Splittergruppe auch bloß vorzugeben, sie wolle es wagen, etwas von Belang zu ändern. (...) Es ist ein für alle Mal geschehen um jene beunruhigende Konzeption, die mehr als zweihundert Jahre vorgeherrscht hat und derzufolge man eine Gesellschaft kritisieren oder ändern, sie reformieren oder revolutionieren kann." (213)

Die Vorstellung Debords, wie das Proletariat zu einem systemtransformierenden Bewußtsein gelangen kann, war aber schon in den 60er Jahren beachtlich. So sehr er ein Freund der Spontanität war, so sehr war ihm doch bewußt, daß ein unmittelbar und unreflektiert artikuliertes Unbehagen keineswegs von sich aus über das Spektakel hinausweist. Er war sich im klaren darüber, "daß die Unzufriedenheit selbst zu einer Ware geworden ist." (48) Debord war seiner Zeit einerseits verhaftet, da er sich die Emanzipation nur als proletarische Revolution vorstellen konnte. Andererseits war er seiner Zeit voraus, da er die einzige Möglichkeit, daß die Revolution doch einmal Wirklichkeit werden könnte, in der massenhaften Aneignung kritischer Gesellschaftstheorie sah: "Die proletarische Revolution hängt gänzlich von der Notwendigkeit ab, daß die Massen zum ersten Mal die Theorie als Verständnis der menschlichen Praxis anerkennen und erleben müssen. Sie fordert, daß die Arbeiter zu Dialektikern werden und daß sie in die Praxis ihr Denken einschreiben". (107)

Noch wenige Jahre zuvor war die Begeisterung für spontane Protest- und Widerstandsaktionen bei den Situationisten sehr viel ausgeprägter. Nach der ordnungsapologetischen und staatsfetischistischen Kritik fast aller linken Strömungen an den Krawallen in Watts 1965 schwang sich die Situationistische Internationale in der zehnten Nummer ihrer gleichnamigen Zeitschrift zu einer vehementen Verteidigung der Riots auf. Sie nahm die Aufständischen aber nicht nur einfach gegen die Angriffe der reformistischen und mit der Herrschaft fraternisierenden Linken in Schutz, sondern deklarierte die ganze Angelegenheit zu einer "Revolte gegen die Ware" und bescheinigte den Plündernden, daß sie den "Tauschwert und die Warenwirklichkeit"15 ablehnen. Den scheinbaren Subjektstatus der Ware sahen sie im Riot aufgehoben: "Der Mensch, der die Waren zerstört, zeigt dadurch seine Überlegenheit gegenüber den Waren."16 Diebstahl erscheint den Situationisten als antikapitalistischer, den Fetischismus der bürgerlichen Gesellschaft aufhebender Akt: "Sobald die Warenproduktion nicht mehr gekauft wird, wird sie kritisierbar (...). Nur wenn sie mit Geld (...) bezahlt wird, wird sie wie ein bewundernswerter Fetisch respektiert."17 Die Problematik und die Ambivalenzen, die in jedem spontanen Widerstand gegen die fetischistische Warenherrschaft, der sich über Struktur und Funktionsweise von Ökonomie und Politik nicht bewußt ist, enthalten sind, wird nicht thematisiert. Die richtige Verteidigung der Respektlosigkeit gegenüber den Eigentumsverhältnissen wird hier zur falschen Annahme, diese Respektlosigkeit impliziere von sich aus eine Kritik am Eigentum überhaupt. Der Dieb kritisiert aber nicht die Ware, sondern eignet sie sich an — eine Erkenntnis, die in den siebziger Jahren auch im Umfeld der Situationisten zu vernehmen war: "Der Diebstahl, auch wenn ihm die Verteilung folgt, stellt den Kapitalismus überhaupt nicht in Frage; er ist im Gegenteil eine seiner Ausdrucksformen."18

Verschwörung statt subjektloser Herrschaft

 

In den neunziger Jahren sah Debord nochmals eine Steigerung der Mystifikation. Aber gerade in seinen späteren Texten bleibt es stets merkwürdig unklar, ob der Mystizismus und Fetischismus der Warengesellschaft, ob die spektakuläre Gewalt nun in erster Linie einer subjektlosen Herrschaft geschuldet ist, oder permanent durch bewußte Manipulation hergestellt wird. In den "Kommentaren" wird immer unklarer, was mit dem "generalisierte(n) Geheimnis" (204), das hinter dem Spektakel steht, genau gemeint ist. Es scheint zunehmend so, als ob in den "Kommentaren" mit dem Geheimnis des Spektakels nicht mehr ein Geheimnis im Sinne des Fetischcharakters der Ware gemeint ist, sondern ein von Geheimdiensten gehütetes spezielles Herrschaftswissen. Debord droht in seinen späteren Texten von seiner aktualisierten, die Transformationen der Gesellschaft im 20. Jahrhundert zumindest partiell reflektierenden Fetischkritik aus der "Gesellschaft des Spektakels" zunehmend in Verschwörungstheorien abzugleiten: "Die Kritik der gesellschaftlichen Totalität des modernen Kapitalismus tritt zugunsten einer traditionellen Manipulationstheorie in den Hintergrund."19 Diese Manipulations- und Verschwörungstheorie läßt sich auch nicht dadurch rechtfertigen, daß es selbstverständlich Manipulation und Verschwörung real gibt. Es käme gerade darauf an, diese in Beziehung zur fetischistischen Grundlage der Gesellschaft zu analysieren, was Debord nur noch in Ansätzen versucht.

 

Der größte Mangel von Debord jedoch besteht — neben seiner unkritischen Bezugnahme auf das Marxsche Frühwerk bei gleichzeitiger weitgehender Ausblendung der Implikationen der Marxschen Wertformanalyse und ihrer Implikationen für einen Begriff des Kapitals — in seiner Ignoranz gegenüber dem Nationalsozialismus und seinem spezifischen Vernichtungsantisemitismus. Er erörtert zwar in knappen Worten den Beitrag des Faschismus zur Herausbildung des modernen Spektakels, kann ihn aber nur mit einem totalitarismustheoretisches Vokabular beschreiben. Die gleichzeitige Kritik an faschistischer und stalinistischer Herrschaft zeigt zwar eine Parallele beispielsweise zu Theodor W. Adorno und Max Horkheimer auf, aber die Ausblendung des spezifisch nationalsozialistischen Antisemitismus markiert in diesem Zusammenhang eine der deutlichsten Differenzen der Situationisten zur Kritischen Theorie. In Debords Hauptwerk, das "immerhin das Wesen der Gegenwart auf den Begriff zu bringen verspricht, findet sich kein Wort über Antisemitismus, Nazismus, Massenvernichtung."20

 

Dennoch: Debord hat mit seinem Versuch, die Marxsche Kritik des Fetischismus und an ihr orientierter Theorien aufzugreifen, weiterzuentwickeln und zu einer zeitgemäßen Kritik fetischistischer, sich spektakulär darstellender Warenherrschaft zu verdichten neben der Kritischen Theorie eine der wichtigsten Kritiken der bürgerlichen Gesellschaft im 20. Jahrhundert geliefert und in Frankreich früh eine fetischkritische Tradition begründet, die heute beispielsweise von Gruppen wie "Encyclopédie des Nuisances"21 fortzuführen versucht wird.

1 Marcus, Greil: Lipstick traces. Von dada bis Punk. Eine geheime Kulturgeschichte des 20. Jahrhunderts. Reinbek 1996, S. 102

2 Planet, Nr.4, 1998, S. 14

3 Benl, Andreas: Eine Situation schaffen, die jede Umkehr unmöglich macht. Guy Debord und die Situationistische Internationale. in: jour-fixe-initiative berlin (Hg.): Kritische Theorie und Poststrukturalismus. Theoretische Lockerungsübungen. Berlin — Hamburg 1999, S. 63. Zur Rezeption der Situationisten in der westdeutschen Linken vgl. auch Orth, Roberto: Das 20. Jahrhundert verlassen. in: Der Beginn einer Epoche. Texte der Situationisten. Hamburg 1995, S. 7 ff.

4 Marx, Karl: Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie. Einleitung. in: Marx-Engels-Werke, Bd. 1, Berlin 1988 (1844), S. 380, Herv. i. Orig.

5 Debord, Guy: Die Gesellschaft des Spektakels. Berlin 1996 (1967), S. 67, Herv. i. Orig. Die Seitenangaben im Text beziehen sich auf diese Ausgabe. Alle Hervorhebungen im Original.

6 Marenssin, Emile: Stadtguerilla und soziale Revolution. Über den bewaffneten Kampf und die Rote Armee Fraktion. Freiburg i. Br. 1998 (1972), S. 110

7 Zur Fetischkritik bei Marx vgl. Grigat, Stephan: Zur Kritik des Fetischismus. in: Streifzüge, Nr. 4/1997, S. 1 ff.

8 Lefebvre, Henri: Kritik des Alltagslebens. Grundrisse einer Soziologie der Alltäglichkeit. Frankfurt/m 1987 (1947), S. 441

9 Ebd., S. 173

10 Vgl. Jappe, Anselm: Sic transit gloria artis. Theorien über das Ende der Kunst bei Theodor W. Adorno und Guy Debord. in: Krisis, Nr. 15, 1995, S. 146

11 Jappe, Anselm: Politik des Spektakels — Spektakel der Politik. Zur Aktualität der Theorie von Guy Debord. in: Krisis, Nr. 20, 1998, S. 109

12 Vgl. Vaneigem, Raoul: An die Lebenden! Eine Streitschrift gegen die Welt der Ökonomie. Hamburg 1997

13 Vgl. dazu Bruhn, Joachim: Der Untergang der Roten Armee Fraktion. Eine Erinnerung für die Revolution. in: Marenssin, a. a. O., S. 25. Auch Jappe weist auf die "existenzialistisch-vitalistischen Einschläge" bei Debord hin. Jappe: Politik des Spektakels, a. a. O., S. 120

14 Marcus, a. a. O., S. 135

15 Niedergang und Fall der spektakulären Warenökonomie. in: Der Beginn einer Epoche. Texte der Situationisten. Hamburg 1995, S. 176. Herv. i. Orig.

16 Ebd., S. 177

17 Ebd.

18 Marenssin, a. a. O., S. 132

19 Benl, a. a. O., S. 75

20 Bruhn, a. a. O., S. 24. Vgl. auch Benl, a. a. O., S. 73 ff.

21 Vgl. Encyclopédie des Nuisances: Bemerkungen über die Lähmung vom Dezember 1995. in: Bahamas, Nr. 22, 1997, S. 10 ff.